La sensación de deslizarse por la corriente del río es una de esos recuerdos vivificantes del verano náutico que permanecen a lo largo de todo el año, incluso en los meses de invierno, cuando la simple evocación de las aguas remansadas nos eriza la piel. Numerosos relatos y novelas bajan y suben por estos cauces fluviales,  a veces tan vivos y caudalosos que arrastran con ellos el limo marrón del alma humana. En otras ocasiones, los ríos mismos son relatos que fluyen sin cesar, recordándonos que por mucho que nos esforcemos en preservarnos de la derrota, el destino marca las crecidas que determinan la dicha o la desdicha. Pensamos ahora en las novelas amazónicas de Vargas Llosa, en la tupida red de venas abiertas que irrigan no solo las tierras de uno y otro lado, sino también las historias de sus pobladores, en las que resulta imposible evocar personajes y las situaciones sin reconstruir el escenario tropical, con voraces mosquiteros, cucarrones sin rumbo y canoas que remontan la corriente, prolongando río arriba el bullicio humano que como un eco estridente acompaña el rumor de las aguas: El puesto de mando de «las visitadoras» del capitán Pantaleón Pantoja, junto al río Itaya; el río Santiago y el Marañón, de La Casa verde, o el Urubamba, donde habitan los machiguenga de El hablador Saúl Zuratas, defensor de la inocencia indígena. El río Grande de la Magdalena es el protagonista de dos grandes novelas escritas también en español por García Márquez, otro Nobel de mérito: El amor en los tiempos del cólera  y El general en su laberinto, ambas publicadas en la década de los ochenta del siglo pasado, eso sin olvidar El río que nos lleva de José Luis Sampedro, del que ya comentamos aquí alguna cosa hace unos años.  En inglés no podemos olvidar las aventuras de Tom Sawyer y Huck Finn, ambientadas en Hannibal (Missouri, EEUU), bañado por el Misisipi en el que Mark Twain abrevó sus fantasías de infancia, o El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, relato extenso y oscuro sobre la colonización europea en África, recreado en las aguas del río Congo. Vamos a rescatar también una colección de narraciones cortas, las Historias de Río, de Gustavo Daniel Ripoll. Los trece relatos que integran el volumen retratan a hombres y mujeres que se pliegan al destino, descrito desde antaño por los sinuosos meandros del río.. El arenero, del que ofrecemos este fragmento, obtuvo el Premio Internacional de Cuento Juan Rulfo 2010.

«Ahora me pregunto si el que me haya dejado el bufoso en el arenero fue un error de mi inocencia o una oportunidad del destino, que me hizo volver para dame tiempo a pensar. De una forma u otra, cuando uno tiene la muerte en los ojos, ya no hay quien se la saque. Se mata primero en la cabeza, y después el cuerpo se arrastra, se somete a la voluntad de lo que ya pasó. Cuando uno mató a una persona en la cabeza, ya está muerta; se aprieta el gatillo para cumplir una mera formalidad, para que el rugir del arma lo convenza a uno, lo amaine».