Publicado en Certame, Quesos

Pregón del Certame de Quesu Cabrales

 Instagram: @queseriaangeldiazherrero

Asina xube Encarnación Bada los los sos quesos a la cueva de Los Mazos, en Peña Maín, a 1.500 metros. Dacuando, como na semeya, xube en bona compañía. Otres va sola y de eses nun hai semeya. Encarnación fala y pon-y voz a la hestoria de los Picos. D’unos quesos ancestrales qu’ayeri-y otorgaron el Primer Premiu a una de les sos «creaciones» y que a la mio concediéronme l’honor d’apregonalos.

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25 de agosto de 2024
Pregón del Cabrales
Autoridades, vecinos y vecinos de Cabrales…
El Cabrales es tan importante en mi vida que fue protagonista de mi primera revolución, que por cierto tuvo lugar aquí mismo, al otru lau del Cuera. Fue la primera revuelta de muchas… Porque sí. Fui, sigo siendo, la típica guaja que nun para, que nun calla y que acaba llena de cicatrices en les piernes. Pero eso os lo cuento después.
No sé si con este pregón seré capaz de explicarles el orgullo y la responsabilidad que supone para mí estar hoy aquí en este 52 Certamen del Cabrales como pregonera.
Por la cita en sí, referente de certámenes que nació del impulso de dos vecinos de Arenas, Francisco Arenas Álvarez y José Carrera de Caso para los que pido un aplauso. (Aprovecho este púlpito, y espero que no me mate ni él ni mi compañero Javi Caso, para pedirle a Carrera que nos conceda una entrevista a la TPA, que se yo que tien muches coses que contar…).
Pero estar aquí hoy también es un orgullo y una responsabilidad por lo que supone hablar frente al rey de los quesos asturianos y convertirme, por unos minutos, en su campanera.
Os decía al principio que el Cabrales había sido el protagonista de mi primera revolución. Así fue y hasta incluyó una huelga de paladares caídos.
Todo ocurrió a raíz de la tirria que le pillé en un momento dado de la infancia, entre los seis y los 9 años, a les fabes pintes que mi güela ponía con arroz y que llamaba con el políticamente incorrecto nombre de “moros y cristianos”.
Se preguntarán ustedes que qué tiene que ver una legumbre con el queso más famoso de Asturias, el rey de los lácteos de Picos. Es muy sencillo, esos “moros y cristianos” que mi güela María se empeñaba en facer eran lo único que yo era incapaz de comer. No podía ni fregar los platos. El simple olor del cocido ya me daba náuseas. Era superior a mi.
Me puse en huelga de moros caídos.
Como en mi casa no soy conocida precisamente por despreciar la comida, este arrebato gastronómico racista se tomó en serio y fuí exonerada de la ingesta del plato, algo poco habitual en ese siglo, y también de la labor de fregar los platos de otros ese día. Huelga exitosa.
No me acercaba ni a los moros.
Pero eso sí, los cristianos me los tenía que comer a pelo, nada de freír un huevo pa que la guaja estuviera más tranquilina, no. Arroz blanco a pelo. Y un poco de pan, si acaso. La patronal familiar en los años 80 era dura de roer.
Con lo que no contaban en casa es que sin pedir el permiso y/o la supervisión de un adulto yo no podía freír un huevo pero sí ir a la alacena, coger la quesera, rapiñar un buen trozo de Cabrales como me había enseñado a hacerlo mi güelu Antonio y mezclarlo con el triste arroz blanco. El olor que desprendía el plato y mi disposición a comerlo no pasaron desapercibidos para el resto. Pero mi familia optó por ignorar la subversión para evitar conflictos abiertos en la propia mesa. Solo de vez en cuando algun primo de los que venían poco me preguntaba sorprendido: “¿Arroz con Cabrales?”
“Sí, ¿por?”, respondía yo. Y los demás hacían como que no escuchaban la conversación.
El Cabrales formó parte, pues de mi primera revolución y mi primera utopía conseguida. Ni tan mal.
No sé si la mezcla que asustaba a primos lejanos me convirtió en una pionera de la modernidad culinaria, pero lo que sí me descubrió fue un amor infinito por el queso en toda su extensión, porque si algo tiene el Cabrales además de ese sabor ancestral que nunca se olvida es que es un alimento generoso que te da pie a otros de su especie siempre que… vuelvas, claro. El Cabrales te hace valiente.
Antes mencioné a mi güelu Antonio. Quiero recalcar al personaje porque con él en realidad empezó todo mi idilio con este queso. Él fue el primero en coger una navaja y darme un trozo de Cabrales sin venir a cuento, por el simple hecho de que apetecía, antes de salir de casa, antes de comer, al volver, para merendar, dos segundos antes de ir para la cama… ¡Daba igual!.
Cuando empiezas así, a puros mordiscos y continúas mezclando el manjar con arroz blanco fruto de la necesidad, es lógico que después pasaran más cosas entre el Cabrales y yo. Descubrí, por ejemplo, lo bien que entra la sidra con un pinchín de Cabrales, lo que presta con un poco de dulce y lo adictivo que puede ser apurar las migas rebañando con el dedo el papel plateado que lo envuelve… lo que antes eran hojas de laurel, o helechos, pero sobre todo plágano… Rebañar pa que quede curioso… Una labor que puede llegar a ser adictiva y, si me apuráis, incluso infinita. Presta tanto recoger las migas sueltas como el mejor de los platos.
Y además hacerlo, paladearlo así entre los dedos puede llegar incluso a tener propiedades mágicas que te hacen viajar en el tiempo y volver a aquella alacena para abrirla a hurtadillas.
De lo que hablo es de algo tan poderoso que hasta el simple olor del Cabrales ya lo consigue.
Un poder evocador que de repente inspira a las musas. Y me imagino a Antonia, una cría a la que como nació en Arenas le pondremos el apellido Mier (pero podría ser Prado o Inguanzo…) Antonia, sin más…
Érase una vez en una majada de Cabrales conocida como el Tordín una pastora…
Antonia miraba con preocupación hacia arriba. Esas dos cabras más rebeldes de lo normal que había comprado su padre en la feria de noviembre le agotaban la paciencia. De repente, como si un rayo la atravesara, su barriga tembló con una punzada aguda que la dobló sobre sí misma. Por suerte estaba cerca Mauro, el viejo pastor, que al escuchar el alarido tan poco común supo que a la cría le pasaba algo y corrió hacia ella. Se la encontró en suelo, la cargó sobre su espalda “intenta levantarte mi cría, que esta espalda ya no está pa ná” y la llevó mal que bien a la cabaña de Alejandrina a la que mandó al pueblo a buscar a Don Salustiano que con un poco de suerte aún no se había ido al Casino a celebrar el nacimiento de la tercera de los Campillo. Para cuando fue a llegar el médico a la majada allí estaban ya la madre y las dos hermanas pequeñas de Antonia que se refugiaban entre las faldas de la mujer con ganas de llorar. Tras explorarla, el doctor sentenció: “Es apendicitis, tenemos que operar. Me la tengo que llevar a Oviedo, aquí no puedo”. A Paulina, la madre de Antonia, las palabras del médico también fueron en cierto modo una punzada aguda que la dobló. Nunca antes su hija había estado enferma. Nunca había estado lejos de ella, ni una noche. Ni siquiera cuando su marido se empeñaba en mandarla bien pequeña a las cabras. “Pues si la cría sube, yo también y aquí te quedas solu con las otras dos, a ver qué tal te apañas”, le había dicho al paisano. “Ay, la mi cría”. ¿Y si se le moría?”. No tuvo tiempo a pensar mucho más. Corrió por delante de la improvisada camilla que bajaba de la vega y cuando llegaron al pueblo con la nena ya le tenía preparado un hatillo con un poco de ropa y la posesión de mayor valor de su vida: la medalla de la virgen del Carmen que le había regalado una tía monja.
Dolorida pero aguantando el tipo, Antonia se tumbó en la parte trasera del coche de Don Salustiano. No sabía qué pasaba ni a dónde la llevaban. Cuando vio por la ventana la mano de su madre despidiéndose, la boca se le llenó de melancolía. ¿Y si no volvía?
El médico apuró al chófer a la vez que el puro habano que ahumaba todo el interior del Ford Mercury rojo que un primo le había traído de México. De reojo miró a la chavala que con los ojos llorosos y lo que parecía ser su último aliento le preguntó:
-¿Me voy a morir? –
-¿Si te salvo la vida, pastorina, me prometes que todos los años me regalarás un queso de esos que tenéis en la cueva?-sonrió el médico.
-Unu como esti… -apuntó la pequeña desenvolviendo el bulto que su madre le había entregado al arrancar el coche y al que el olor había delatado. También esa pieza de leche cuajada que tenía en su mano era una posesión familiar de gran valor. Y ella lo sabía.
Salustiano rió con ganas, le revolvió el pelo y naguando dijo:
-Asimismu…
La historia podría ser mucho más larga, pero no tenemos tiempo y esto es un pregón, no un cuento. Como narradora lo único que os puedo apostillar es que durante toda su larga vida, y llegó a cumplir los 103, a Don Salustiano no le faltó en casa el mejor de los Cabrales confeccionado por la propia pastorina sin apéndice que volvió de Oviedo enamorada de Ramiro, un vecino que hacía la mili en la capital y que acudió a verla varias veces al hospital. Él también era pastor, o lo había sido porque ahora se decía por el pueblo que seguramente se iría a las cuencas a trabajar de minero… Era lo que hacían muchos.
Pero…
-Yo iré a donde tu vayas, Antonia… -le susurró en la última visita hospitalaria antes de que a ella le dieran el alta.- ¿Podrás esperarme un añu a que me licencie? Después nos casaremos y…
-¿Y de qué vamos a vivir, Ramiro?
-De lo que mejor sabes hacer, mi cría, del quesu…
Durante un año, ya en la mayada, fue imposible quitarle a Antonia la sonrisa. Su madre creía que a la neña en Oviedo le habían quitado la apéndice y puesto algo raro que la tenía embobada, solo se le escuchaba cantar:
“Dicen que los pastores huelen a lana,
dicen que los pastores huelen a lana,
pastorín ye el mi mozu i güel a retama
déxame tiempo pa recordate”.
Si la historia de Ramiro y Antonia fuera real, que ya se que ahora mismo a todos nos gustaría, ellos dos estarían hoy aquí sentados escuchándonos. Se habrían convertido en queseros de renombre y habrían visto crecer al Cabrales hasta la cima de los productos que representan a Asturias. Un camino en el que han estado pastores, ganaderos, lecheros, hosteleros, comerciales, veterinarios, transportistas y hasta científicos que como la flamante jubilada Isabel Marcos, la responsable técnica y de calidad de Consejo Regulador de la Denominación de Origen Protegida (DOP) Cabrales (que por cierto, tengo que decir que me enteré el otro día que mi señor padre, aquí presente, Juan Ignacio Castaño es el presidente del Comité de Partes del Consejo Regulador… que conste).
Decía que este ha sido un camino en el que han estado pastoras, ganaderas, lecheras, hosteleras, comerciales, veterinarias, transportistas y hasta científicos como Isabel Marcos. Todos son hombres y mujeres que han puesto sus esfuerzos, sudores, lágrimas, alientos y desvelos en hacer que este queso no pierda ni un gramo de su eminencia, por mucho que pasen los siglos y el mundo se convierta en un lugar a veces insostenible.
No sé si es “insostenible” la palabra que mejor define a este verano en un sitio como Cabrales, porque no es para tanto, prueba de ello es que seguimos aquí y es 25 de agosto. Pero lo que sí está claro es que en los últimos años estos meses de julio y agosto están siendo tumultuosos y agotadores para mucha gente en Cabrales y en muchos otros concejos de Asturias. No seré yo, que provengo de una familia que tuvo más de 10 años restaurante en el Oriente de Asturias, en el otru lau del Cuera, en mi querido Valle Oscuru, la que defienda que hay que acabar con el turismo. Ni mucho menos. El turismo da trabajo y riqueza, aunque esto podría tener matices, muchos matices. Y también, por qué no decirlo, el turismo nos permite sentir el orgullo por esta tierra cuando vemos la cara de los que nos visitan al mirar nuestros montes, nuestras playas, comer nuestros platos o inspirarse con un simple trozu de queso.
Pero nada es eterno, ni siquiera las aguas del Cares por las que cada día pasan miles de piraguas. Ni infinito, y si no que se lo digan a las arcas municipales de ayuntamientos pequeños que se ven desbordados por personas que multiplican por 8 el número de habitantes normales, para los que están preparados. Aprovecho este púlpito que me da el Cabrales para pedir a las administraciones que se tomen en serio la protección de esta tierra. Al igual que en su día los que nos precedieron decidieron conservar la manera de darle vueltas a un cuajo para que mientras resbalas los dedos por el papel plateado que lo conserva, puedas volver a ser una cría.
Doy las gracias de corazón a las personas que pensaron en mí para dar este pregón, solo espero haber estado a la altura.
Muches gracies
¡Puxa Cabrales!

 

Autor:

Maestra de Llingua Asturiana Colexu Carmen Ruiz-Tilve - Uviéu

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