Si echamos la mirada al pasado, podemos ver cómo algunas prácticas que hoy en día rechazamos o juzgamos de inmorales, eran aceptadas con total normalidad en otras épocas. Hay muchos ejemplos. El colonialismoel sometimiento de pueblos indígenas y la explotación de sus recursos‒ tiene un largo recorrido en la historia. Practicado por egipcios, griegos y romanos en la Antigüedad para aumentar su poder, se acentuó durante la Era de los Descubrimientos (s. XV al XVII) con la consolidación del Imperio español y portugués. Y pronto fue seguido por todas las potencias occidentales hasta la actualidad. Y qué decir de la esclavitud y la pederastia, prácticas extendidas e indiscutidas entre la aristocracia griega, los mismos padres de la ética y la política. Y, volviendo a tiempos más próximos, la esclavitud seguía vigente en el siglo XIX como forma de dominación sobre los pueblos indígenas. Actualmente, ésta ha sido abolida y pocas personas la consideran aceptable.

Como vemos, a lo largo de la historia, la valoración de prácticas y actitudes ha variado y evolucionado. Podemos constatar cómo la percepción sobre lo que está bien y lo que está mal varía, y no sólo en el tiempo, sino también según la cultura, la sociedad o la religión.

Por definición, la moral es el conjunto de valores, creencias y normas de un individuo o colectivo consideradas válidas para orientar su comportamiento. Ahora bien, ¿existe una moral universal, es decir, unos valores que todos compartimos y consideramos “buenos”, o, por el contrario, en cada cultura o sociedad hay una moral diferente?

Efectivamente, podemos observar un conjunto de valores que son considerados universalmente “válidos”; algo así como una “moral universal”. La empatía, la preocupación por los demás, la ayuda a la propia familia o comunidad, el respeto a los mayores, la valentía, la justicia o el respeto de la propiedad privada son valores que parecen estar presentes en la mayoría de los individuos y de las sociedades. Estos principios se pueden resumir en un imperativo categórico “haz a los demás lo que quieras que te hagan a ti”, la ley de oro de la Biblia.

Esta máxima aparece plenamente reflejada en la teoría moral de Inmanuel Kant, filósofo ilustrado. Para Kant, las normas morales deben ser imperativos categóricos, mandatos morales cuyo cumplimiento no esté puesto bajo ninguna condición. Son normas establecidas por la razón, que todo ser racional posee. Así, Kant apuesta por una moral absoluta, única y universal, en la que unas únicas normas de conducta sean válidas para todos los individuos racionales. La moral no puede depender de algo tan subjetivo como nuestras emociones o inclinaciones personales; sino que debe basarse en unos principios objetivos, que puedan aplicarse universalmente a todo ser racional. En sus palabras, “actúa sólo según aquella máxima que puedas querer que se convierta en ley universal”.

No obstante, al fundamentar la moralidad en principios universales y plenamente objetivos, se podría pensar que Kant está ignorando la diversidad y complejidad de las culturas y sociedades, hacia las que muestra falta de respeto. Y es que, aunque todos alabamos la generosidad o la valentía y rechazamos la violencia o la traición, la moralidad está inevitablemente ligada a la cultura y la historia de cada sociedad. La homosexualidad, por ejemplo, es aceptada por la mayoría en Europa Occidental, pero constituye un delito en 78 países, suponiendo la pena de muerte en 13 de ellos. (Lázaro A. Euronews, 2021). Sabido esto, la pregunta es; ¿Debe imponerse entonces una moral común para todos? Si fuese así, nos tendríamos que enfrentar a la tarea de determinar cuáles serían esos valores y con qué criterios podríamos decidir si la moral de una determinada sociedad es mejor que otra.

Siguiendo por esta línea, el etnocentrismo es un término de la antropología que designa la creencia de que la cultura propia es más valiosa y superior a todas las demás, a las que califica de primitivas o salvajes. Nos suena mucho esta línea, ¿verdad? De hecho, algunas de las mayores desgracias de la humanidad, como el Holocausto, tienen su base en estas visiones etnocéntricas.

El relativismo cultural se opone al etnocentrismo y al universalismo cultural. Sostiene que no podemos juzgar ninguna cultura a partir de los patrones de otra, ni calificar a unas y otras de superiores o inferiores. Por ejemplo, no podemos juzgar la cultura de una tribu africana desde nuestra perspectiva como seres blancos, europeos y cristianos. Para el relativismo cultural, cada cultura debe ser interpretada desde su propia visión del mundo.

No obstante, esta postura implica a menudo aceptar y justificar creencias y prácticas que muchas veces no son aceptables. Pero el justificar posturas racistas, sexistas, machistas o antiguas costumbres como la esclavitud, no puede llevar a nada bueno y, desde mi punto de vista, justificarlas alegando que son parte de la cultura o de la tradición contribuye a perpetuar la discriminación y la vulneración de la libertad individual. Y aquí aparece el tema de la tradición. ¿Debemos respetar tradiciones que formen parte de una cultura aun cuando vulneren los derechos humanos? La mutilación genital femenina, por ejemplo, que sufren más de 200 millones de mujeres y niñas (OMS, 2024) en países de África, Oriente Medio y Asia, es una violación de sus derechos humanos. Al dolor que esta práctica produce se le unen otras consecuencias sobre la salud a corto y largo plazo: fiebre, infecciones, problemas menstruales y sexuales y un largo etcétera que puede llegar incluso a la muerte. Entre los factores que llevan a esta práctica se encuentra el de asegurar la virginidad antes del matrimonio, además de evitar que la mujer mantenga relaciones sexuales extraconyugales. La discriminación de género, los roles y normas culturales contribuyen a perpetuar esta práctica a la que 8.427 niñas son expuestas cada día (National Geographic, 2019). El justificarla diciendo que es su cultura y tenemos que respetarla sólo es seguir poniendo en peligro a mujeres y niñas todos los días.

En definitiva, lo que está bien y lo que está mal ha variado a lo largo de la historia, de unas sociedades a otras y entre la propia comunidad. Si bien desde mi punto de vista no existe y no debe existir una moral universal, sí deben imponerse al menos unas normas que hagan respetar los Derechos Humanos y que reconozcan y protejan la dignidad de todo el mundo. Así, tradiciones, como la mencionada en el párrafo anterior, que atentan directamente contra la integridad de mujeres y niñas, deben ser condenadas, vengan de la cultura que vengan.

Maeva Canedo Sánchez