La Tierra es nuestro hogar, el medio que da lugar a nuestra vida y contiene nuestros restos tras la muerte. A lo largo de la historia, la humanidad ha generado un sistema totalmente aislado de la naturaleza. Con la Revolución Neolítica, se produjo la primera diferencia. A partir de ese momento, y con el paso del tiempo, nuestra especie ha terminado por dominar todo cuanto conoce y alterar cada elemento que le rodea. Así, con la llegada de la globalización, la sobrepoblación, las mejoras tecnológicas y otros factores, el ecosistema está por ver superada su capacidad de carga. Y aquí es donde se produce el principal dilema de nuestros tiempos: ¿Queremos (podemos) arreglar lo que nosotros mismos hemos echado a perder; o nos sentimos con el derecho de “disfrutar” del tiempo que nos queda hasta destruir el planeta por completo?

El daño que hemos causado es irreparable. Pero, paradójicamente, no vamos a intentar solucionarlo. El ser humano es un animal que siempre busca su propio beneficio, tal como Hobbes describió la naturaleza humana, y eso lo ciega. Aunque la destrucción de la Tierra también suponga la desaparición de la humanidad por completo, esto no afectará a los adultos y los jóvenes que la pueblan hoy en día. Serán las generaciones venideras las que vivan el apocalipsis y las desgracias continuas. ¿Pero nos preocupamos realmente cuando escuchamos esto? Probablemente no me equivoque al afirmar que la gran mayoría de las personas solo sentirán alivio de saber que estarán muertas para ese entonces. Y ahí está el problema. Si hemos llegado a este punto de acumulación de factores para la destrucción, es justamente porque el fin siempre ha estado demasiado lejos como para preocupar a nadie, por no afectarle a él ni a sus coetáneos.

De este modo, solo cuando se vea el daño causado, llegará la sensación de arrepentimiento e impotencia por no poder retroceder. Pero entonces ya será demasiado tarde. Y, aún en ese instante, el ser humano culpará a sus antepasados del desastre natural que le ha tocado experimentar en sus propias carnes, sabiendo que en el fondo él habría actuado igual en su lugar: pensar en sí mismo.

Carmen Bernardo Díez