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A principios de los años ochenta del siglo pasado la televisión comenzó a liberarse de los estrechos corsés impuestos por la transición, reinventando el concepto de servicio público. De la mano de realizadores jóvenes y entusiastas que habían vivido los últimos coletazos de la dictadura, surgieron programas que jugaron un papel muy importante en el desarrollo de nuestra recién adquirida conciencia democrática. Con propuestas nuevas y radicalmente diferentes de lo que se venía haciendo hasta el momento, algunos espacios frescos, dinámicos y muy sencillos desvelaron al público juvenil de entonces el enorme potencial de la literatura y de la cultura en general, de la que, hasta el momento, únicamente habíamos tenido una visión rígida y aburrida. Reinterpretando lo místico y lo sagrado, poniendo versos de Quevedo en boca de personajes estrafalarios con pelos de colores, riéndose de su vanguardismo de puchero, los nietos de la ruin dictadura nos estaban preparando, sin saberlo, para lo que habría de venir veinticinco años después: la era electrónica de lo políticamente correcto, de la mediocridad y el desencanto, donde se pasa sed, ya no por falta de agua, sino por falta de vaso.
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