los cuentos de D. Santiago

Descubrir a estas alturas la figura de D. Santiago Ramón y Cajal (1852-1934) es un pecadito venial porque todavía hay manera de enmendar la falta. Empeñarse en olvidar o, peor aún, ignorar a una personalidad de semejante calibre intelectual es, por no decir otra cosa, un verdadero delito contra la memoria histórica y científica de un país no demasiado pródigo en sabios de talla similar. Se dice que en sus últimas cuartillas, escritas horas antes de fallecer, Ramón y Cajal intentó describir los síntomas de la muerte: «Me siento afónico, pierdo la vista». Después de esto, la caligrafía se torna ilegible… Genio y figura hasta el final. Así se extinguió la intensa vida del que fue, además, un viajero incansable que también visitó el norte peninsular.
Aunque son escasos, es posible rastrear vínculos del científico con Asturias. En cierta ocasión «sacó la cabeza» por los asturianos cuando un alcalde de Barcelona, antiguo colega suyo de nombre Bartolomé Robert (1842-1902), definió las características superiores de una supuesta «raza catalana etrusca» frente a otra primitiva, heredera de antiguos pobladores simiescos que degeneraron en gallegos y asturianos. El tal Robert llegó incluso a publicar un mapa de España que ilustraba la distribución geográfica de la excelencia racial, en la que los braquicéfalos del noroeste se llevaban la peor parte. El asunto fue objeto de viva polémica y tiempo le faltó al premio nobel aragonés para poner en entredicho la xenofobia de Bartolomeu, llamando a considerar como prueba refutatoria el reducido volumen encefálico de tan eminente supremacista. El Dr. Robert cuenta, por cierto, con un gran monumento en el Ensanche barcelonés. Menos piedras guardan hoy memoria de D. Santiago en la región, pese a que entre los años 1912 y 1917 fue asiduo visitante estival y disfrutaba de baños de sol y mar en la costa cantábrica. Nos gustaría pensar que se inspiró en Lastres o en Salinas para escribir el libro Cuentos de vacaciones… pero por aquella época el autor, que era un prototurista inquieto, no conocía Asturias. Sus incursiones literarias no fueron únicamente un divertimento. En 1905 fue elegido miembro numerario de la Real Academia de la Lengua, —como también lo fue de la de Medicina y de la de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales—, aunque nunca llegó a ocupar el asiento de la «I» mayúscula. Y es que D. Santiago se entregaba al género de ficción con sobradas condiciones para ello. Aparte del citado volumen, están los escritos autobiográficos Recuerdos de mi vida (1901-1917), Chácharas de café (1921) o el curioso El mundo visto a los ochenta años: impresiones de un arteriosclerótico (1934), obra póstuma donde D. Santiago describe sin censuras las opiniones inmediatas que le merece el mundo en el que vive, y de la que extraemos un fragmento, así, como al azar…

Los que hace cincuenta años admirábamos las decorativas barbas floridas de los jóvenes o maduros y las venerables de los ancianos—o en su defecto las patillas toreras y bigotes conquistadores—quedamos hoy absortos ante el tocado, importado de Yanquilandia o de Inglaterra, lucido por nuestros empecatados currutacos y hasta por bastantes vejestorios, empeñados en remozarse en la fuente de juventud de las peluquerías. ¿A qué responden esas faces lampiñas? ¿Por qué no lucimos aquellas barbas y bigotes a lo Cervantes y Quevedo, copiados en los cuadros del Greco y de Velázquez? Se ha derrumbado toda una venerable y castiza tradición, inspirada quizás en el aspecto viril y elegante de dioses, héroes y pensadores helenos. La facies romana lampiña quedaba relegada a los labriegos y eclesiásticos. Por consecuencia de ello, se pierde una hora diaria, con fruición y provecho del barbero, rapándose de raíz cañones incipientes. ( ) ¡Cuántos feos he conocido yo cuya fortuna amorosa y hasta económica dependió de una barba artísticamente cuidada o de un mostacho retador! ¡Y cuántos otros, perdido el prestigio capilar, se convirtieron en micos repelentes cuando no en aparentes intersexuales!

Nuestra pequeña infografía recoge la reinterpretación a mano alzada de uno de los excepcionales dibujos científicos recopilados en el libro The Beautiful Brain. Drawings of Santiago Ramon y Cajal y que forman parte del Legado Cajal. Este importante patrimonio aún espera el cobijo de un museo que le haga justicia.

Santiago Ramón y Cajal, científico, artista, escritor… y premio Nobel de Medicina (1906).
Billete del Banco de España dedicado a Santiago Ramón y Cajal (1935)

carlitos y la divulgación científica

Portada de «¿De dónde vengo?«. Textos: Cristina Pascual/ Dibujos: Aitor Eraña

Estimada profesora:

Me llamo Carlos —Carlitos, si a usted no le incomoda la familiaridad—. Tengo cinco años y medio. Quizá le extrañe el talante de este mensaje. Y no menos la forma de expresarme. Los adultos se pasan tanto tiempo acechando que se nos va gran parte de la energía en disimulos… Ya sabe… Los clásicos artificios y artimañas que mueven a la ternura: discursos erráticos, inconsistencia aritmética, caligrafía de lengua afuera, monigotes esperpénticos… Y qué me dice de esa genialidad que siempre triunfa… le hablo del puntito de saliva brillante y viscosa que ponemos en la comisura de los labios, y que las abuelas borran con el clínex a modo del escalpelo, como cirujanas, llevándose por delante la sonrisa achocolatada y lo que haga falta. Eso por no hablar de la fingida devoción por las pompitas de jabón… ¡Odio las pompitas de jabón!
Pero dejemos eso para otra carta, si le parece, y pasemos al motivo que justifica la presente. Cada noche, mamá se pone el pijama de tacto suave para nuestro secreto encuentro cotidiano; es un momento perfecto, mágico, justo antes de caer el telón, cuando la fatiga se vuelve complaciente y me regala la sensación de un sueño dulce y reparador. Me encanta soñar. Se nota, ¿verdad? El lunes pasado, mamá me trajo un libro que yo no conocía. Se sentó ceremoniosa al borde de la cama y me mostró la portada… “¿De dónde vengo?”. “Puffff, un libro de divulgación científica, a mí, que me apasiona la ficción”, pensé mientras le regalaba una sonrisa angelical. Como hace siempre antes de contarme una nueva historia, me puso en antecedentes mientras me ayudaba a incorporarme un poquito, para que pudiera ver mejor las ilustraciones. “Carlitos, ¿te has preguntado alguna vez de dónde vienen los niños?” “¡Vaya pregunta!”, pensé de nuevo, “¿Qué niño de cinco años y medio no está interesado en ese controvertido asunto?… ¡Pero nunca salimos de los titubeos y las vaguedades!”. Negué con un ligero movimiento de cabeza. Entonces mamá se recolocó el cabello (¡qué bonito es el pelo de mamá!), carraspeó y comenzó a leer. Durante cinco noches seguidas repetimos el mismo ritual: “Mamá… cuéntame otra vez la historia de Enzo (y) Irene” (Como entenderá, no me permito usar correctamente las conjunciones para no levantar sospechas). Entonces ella volvía sobre el texto, intercalando anécdotas nuestras, de ella y de papá, de lo bien que se lo pasaron fabricándome, del momento del alumbramiento, de lo frágil que parecía, de todo el amor que fueron capaces de acumular en la recámara de sus corazones, de lo maravilloso que es tener una familia… Me fascinaron su expresión, el gesto de complicidad cuando papá asomó por la puerta, los bonitos ojos vidriosos y azules posados sobre mí… Y alguna que otra lagrimita furtiva que se precipitó del mentón a la sábana. He de confesarle profesora Pascual que, aunque creo haber entendido los detalles anatómicos, se me escapa el fundamento de algunos procesos, así que tengo la esperanza de que publique un segundo volumen ampliatorio para interesados. Pero le aseguro que mamá, papá y yo hemos disfrutado el momento de la lectura. Tampoco he perdido la oportunidad de difundir el contenido de su libro entre mis condiscípulos, vivamente interesados por el tema, si bien son escasísimas las oportunidades en las que la maestra nos permite entregarnos sin reservas a nuestras divagaciones, por unos instantes liberados de la pesada responsabilidad que supone seguir al pie de la letra el guion inventado por los pícaros e ingeniosos hijos del profesor Piaget

Reciba mi más cordial felicitación por el libro.

Carlitos.

el Día de la Regadera

Maximilien Robespierre (1758-1794). Retrato anónimo.

 

Aquella mañana del 27 de julio de 1794 (9 de termidor, según el calendario del amanecer republicano), Maximilien se levanta temprano tras conciliar un sueño reparador. Ordena los papeles y ultima algunos flecos de su discurso ante la Convención, que se reúne en las Tullerías. En el comedor familiar, la señora Duplay dispone el frugal desayuno que le ha preparado a su huésped. Antes de salir a la calle se empolva la peluca y se acicala, como de costumbre. Su hermano Agustín aguarda para acompañarle al salón de sesiones…

El historiador Colin Jones repasa minuto a minuto los últimos momentos del siniestro personaje. Y si bien hay muchas obras referidas a este convulso período de la historia francesa y europea, La caída de Robespierre constituye un relato intenso, bien documentado, que nos aproxima como ninguno a esas 24 horas decisivas que determinaron el futuro del movimiento que hoy conocemos como la Revolución Francesa.

…Sobre las 11:00 h. Robespierre abandona su domicilio, en el 366 de la Rue Saint-Honoré de París, y camina despreocupadamente hacia la sede de la soberanía nacional. Se sabe el preferido de la masa, el único capaz de interpretar los dictados de la ciudadanía. Y la ciudadanía pide sangre. Desde la Asamblea Nacional ha promovido la redacción de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. En síntesis, se trata de una proclama progresista por la igualdad, la libertad y contra la opresión. Sin embargo, ha sido el inspirador de la norma, el mismo Robespierre que se oponía fervorosamente a la pena de muerte (“Matar a un hombre es cerrarle el camino para volver a la virtud») el que ha dejado en suspenso las garantías de la Constitución de 1791 para consolidar el régimen del Terror contra políticos, opositores, aristócratas, librepensadores, religiosos, activistas, intelectuales, diputados, periodistas, sospechosos, espías, profesionales, artistas, artesanos… Y, en definitiva, contra todo aquel disidente o supuesto disidente que caiga en desgracia o, simplemente, transite por un puente equivocado a la hora equivocada. El filo de la guillotina había hecho las veces de depuradora social a una velocidad tal que la sangre derramada encharcaba perennemente la Plaza de la Revolución (hoy Plaza de la Concordia). Pese a sus continuos cambios de opinión, Robespierre se había asegurado la devoción del Tribunal de Justicia Revolucionario, dirigido por amigos y correligionarios sin escrúpulos con ganas de ascenso social, la complicidad del club de los Jacobinos, una especie de partido político que bendecía sin réplica las iniquidades de El Incorruptible, y la fidelidad canina de un buen grupo de diputados de la Asamblea que cambiaban votos, vítores y aplausos por un buen trozo de tocino a la hora de comer y un salvoconducto temporal que les permitía conservar la cabeza y la peluca en su lugar habitual. Últimamente, Robespierre estudiaba cambiar el culto tradicional por la veneración al Ser Supremo con el que pretendía atajar el ateísmo, más propio de peligrosos ciudadanos críticos que de las multitudes aborregadas que lo aclamaban. ¿Qué podía salir mal? Sin embargo, el día anterior El Incorruptible había cometido un error garrafal: para granjearse el apoyo de ciertos grupos de la cámara, proclama públicamente que la Convención es un nido de corrupción trufado de traidores, y apelando al pueblo como solía, vaticina una purga inminente. Las advertencias de Robespierre tenían la costumbre de licuarse en torrentes de sangre, así que no cayeron en saco roto: la velada amenaza se siente a izquierda y a derecha. El fantasma del ejecutado Danton sobrevuela las bancadas de los representantes electos. Cunde el pánico. En esos momentos, ni los ujieres de la cámara tienen garantizada indemnidad en la macabra ceremonia de depuración que se avecina. Durante una jornada tormentosa, la iniciativa de un grupo de diputados que tienen poco que perder alienta el pronunciamiento casi unánime de la Convención, que condena a toda la camarilla populista: Robespierre, el presidente del Tribunal Revolucionario Dumas y el atónito portavoz, el joven Louis de Saint-Just, que observa como grillado lo que está ocurriendo a su alrededor. Después de un agitado movimiento de peones con la Comuna de París, los mecanismos burocráticos que sostuvieron los desmanes de Robespierre se vuelven en su contra: silenciado y humillado, vituperado por la turba que debía liberarlo, se rinde finalmente ante Mme. Guillotine el 28 de julio de 1794, décima jornada de la primera década de termidor, conocido como el Día de la Regadera.

¿quién envenenó a Molière?

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Para empezar, parece que Molière no murió en el escenario. Ni ataviado de amarillo. Además de autor, el célebre dramaturgo francés protagonizaba sus propias comedias. El 17 de febrero de 1673 —día de viernes por más señas— Molière se sintió indispuesto durante la representación de «El enfermo imaginario», pese a lo cual concluyó las frases de su último Argan. Más tarde y ya en su casa, sita en el 40 de la Rue de Richelieu, un nuevo acceso hemorrágico se lo lleva por delante. Entretanto, los allegados buscan infructuosamente por todo París un sacerdote, persuadidos de que deben priorizar el alivio espiritual de la extremaunción a cualquier ensayo reparador de la medicina al uso. El reconocido Juan Bautista Poquelin (ese era su verdadero nombre) falleció con cincuenta y un años. Protegido del duque de Orleans, hermano de Luis XIV, contaba con simpatías en la todopoderosa corona francesa. Pero sus mordaces y mal disimuladas críticas hacia los modos y las convenciones sociales de la época habían molestado a la Iglesia, incomodado a cierta nobleza y puesto en su contra al abundantísimo colectivo de charlatanes y carniceros que por aquel entonces constituían el gremio de médicos y sanadores. Eso por no hablar de la legión de autores envidiosos de su éxito o de maridos cornudos, celosos unos o consentidores a su pesar otros, que conocían los negocios galantes del reputado comediante. ¿Y si Molière hubiera sido asesinado? Se sabía de sus incontables afecciones, pero como hipocondríaco irredento la mayoría le venían de imaginarse enfermo. Y nadie se muere de neurastenia a menos que arraigue en el cuerpo una modalidad mórbida de tal obsesión. Esa el la tesis del escritor Rubem Fonseca (1925-2020), que recrea las pesquisas de un marqués anónimo, buen amigo de Molière, defensor de su obra y amante de la joven Armande, su mujer, de la que también se dice que era hija del dramaturgo. Un candidato perfecto para adaptarse a la lógica inmediata, aquella que le sitúa a la hora y en el lugar adecuados como para calzarle sin dificultad cualquier móvil homicida. Sin embargo, no es el marqués el que desea la desaparición de Molière: su aprecio resulta sincero y los favores de Armande forman parte de una amistad, digamos, doblemente gratificante. Bien conocido en los ambientes cortesanos, el marques frecuenta los exclusivos salones donde se rumian conspiraciones y venganzas, se intercambian elixires de amor y se formulan venenos indetectables. El marqués es plenamente consciente de que la proximidad al monarca determina el grado de impunidad aceptado por los que deben juzgar los crímenes más audaces. Y aunque no es cuestión de buscarse antipatías peligrosas, esclarecer el asesinato conlleva un cierto riesgo, proporcional a la alcurnia del criminal…

Rubem Fonseca es un extraordinario escritor brasileño que bien merece una revisión por parte de aquellos que gustan de la literatura sin artificios, en ocasiones descarnada y hasta brutal. Fonseca es cuentista y novelista. Experimentó con fórmulas muy personales de narrativa policiaca, de la que se vale para reflexionar sobre la marginalidad y la violencia, aunque su producción no es uniforme. Visitó la «Semana Negra» de Gijón allá por el año 1995. Pero antes que dejarse llevar por reseñas u opiniones, leer alguno de sus relatos es el procedimiento habitual para saber a ciencia cierta si estamos ante un autor de nuestro gusto.

Jean-Baptiste Poquelin (1672-1673), conocido universalmente por el sobrenombre de Molière, precisa de poca o ninguna presentación. Quien no ha oído hablar de él tiene permiso para autocompadecerse de su ignorancia (recuerden que se trata de un achaque menor que cuenta con varios antídotos). Por el contrario, todo aquel que lo identifique con un escritor de cabello frondoso que, sin embargo, llevaba una empolvada peluca se puede proponer el reto superior de ver alguna de sus obras de teatro. No hacen falta muchos referentes para divertirse. Tan solo dejarse llevar por el lenguaje y el tableteo de las chinelas de cordobán sobre el entarimado.

ojos cuadrados

«Los gustos van cambiando. Ahora os decantáis por todo eso de los videojuegos, las consolas, las pantallitas… ¡El día de mañana vais a tener los ojos cuadrados!».

(Entrevista con el dibujante Francisco Ibáñez para «El Restallu de Luces». Mayo de 2009).

Hoy, asomado a la ventanita de la buhardilla, he esperado pacientemente a que uno de esos objetos celestes dibujados en el tebeo del universo emita una señal inequívoca. Bien pudiera valer el pulso luminoso de un cuásar distante o el modesto titilar de una delta acuárida turulata. Cualquier guiño sideral que anuncie el definitivo advenimiento de Don Francisco Ibáñez al Olimpo B, ése en el que unos cuantos diosecillos calvos ocupan escaño con derecho a botijo en el elíseo de los creadores de historietas. El trocito de cielo que se ve desde la buhardilla de la abuela no es más grande que la superficie de una ensaimada. Pero con tan solo unos pocos cientos de estrellas a la vista conseguí dibujar varios monigotes juntando puntitos de luz: Rompetechos a la fuga, un tipo con pinta de bruto, mazo en ristre, que se las da de cazador, un Sacarino sobre la chepa del Abominable Hombre de las Nieves, Otilio zampando un bocadillo de cangrejos vivitos y coleando, la ingeniosa trampa diseñada por el Doctor Bacterio para atrapar las sombras de los cacos… Es fácil dibujar en semejante lienzo cuando uno ha crecido sin prejuicios políticamente correctos entre tantos tebeos maravillosos, desgastando hasta el límite los márgenes de páginas que todavía envuelven miguitas fosilizadas de pan con chocolate. Recuperé de la memoria viñetas de Ibáñez que creía olvidadas, componiendo con ellas una especie de sucesión fílmica en la que los personajes saltan, se transforman, explotan, vacilan, gritan, tropiezan, se zurran la badana… La Vía Láctea es ahora la Rue del Percebe, pero de entre tantos millones de vecindades, vaya usted a saber dónde está el número 13. La Luna prefiere ocultarse, fingir que no está para nadie. Sin embargo, se apropia descaradamente la autoría de este luto cósmico con una “C” enigmática, trazada escrupulosamente sobre la próxima edición de un nuevo y desternillante plenilunio. El aire retoza, se mueve en torbellino arrastrando pajarillos con boina, simulando huidas, volutas, combustiones incompletas de trastos imposibles. Todo se acelera cuando la alborada mediterránea inunda de color los disfraces de Mortadelo, o rellena los generosos volúmenes de Ofelia enamorada, que lo mismo redacta un memorándum que te hace tragar un paragüero. Con la llegada del crepúsculo, los sueños de los niños se estancan en un remanso de agua fresca que al poco se precipita por el cauce del nuevo día. Hoy desperté con un tebeo entre las manos. El maestro no perdió la oportunidad de llevarse un lápiz, así que de la fugaz visita a mi lejana infancia me traje un ejemplar firmado por el gran Ibáñez: Lo que el viento se dejó. No será el último: conservo toda la colección y espero que a Don Francisco y a mí nos queden por delante muchas, pero que muchas horas de hilarantes noches en vela.

no lo intentes

La pregunta es: ¿Tiene alguna justificación divulgar los textos de Bukowski? Si no nos da la gana responder directamente, podríamos alimentar el debate con dos aportaciones más: ¿Es necesario adaptar El Lazarillo para escolares? ¿Es correcto llamar literatura a lo que escriben ciertos presentadores de televisión? Ninguna de las tres cuestiones admite un «» o un «no» rotundo. O quizá sí lo admitan. Pero aquí los dogmas sobran. Así que nos reservamos la opinión que nos merecen las dos últimas cuestiones para centrarnos en la primera.
Bukowski ya no está de moda. La literatura del exabrupto no vende como antes. Ha perdido a parte de su parroquia. Tal vez por eso sea el momento de rescatarle, si es que es lícito conjugar este verbo con semejante personaje. Nos da en la nariz que Charles Bukowski (1920-1994), escritor estadounidense de origen germano, no sería el viajero ideal para, digamos, compartir asiento en un abarrotado Alvia Gijón-Madrid. Las adicciones de las que hizo sobrada publicidad fueron su imagen de marca, y con ellas se ganó las voluntades de los que vieron reflejada en su discurso la propia desesperación vital; el aedo de nariz roja que se atrevía a escupir sobre el auditorio se convirtió en el adalid de los que no osaban imitarlo, aunque les sobrasen las ganas. Y los motivos. Consolidada una excelente mala fama, su patente de corso fue el alcohol diluido en otro poquito de alcohol. De esta forma, el ciudadano Bukowski se libró de tener que alinearse con una ideología mayoritaria, ya fuera de carácter conservador o formalmente izquierdosa. Desde la marginalidad y el escarnio autoinfligido, alcanzó la estabilidad a los cincuenta años, merced a una pertinaz vocación literaria, de la que da buena prueba una producción en extremo prolífica. A lo largo de su vida publicó más de medio centenar de títulos, sin contar el material inédito. Con los Escritos de un viejo indecente (1973) se desató la popularidad. Y con ella vinieron las entrevistas, las opiniones procaces, los espectáculos escandalosos. También los guiones de cine, los recitales de esa poesía tan suya. Y los libros. Libros y más libros autobiográficos que le fueron aproximando al imaginario progre de su país adoptivo, y cuyos ecos en forma de sentencias o frases sueltas ―algunas perfectamente apócrifas― siguen salpicando por doquier las grafiteras paredes de internet. Los delicados gourmets de la contracultura degustaron con fino paladar lo que dieron en llamar Realismo sucio, mientras que los puristas sabotearon los intentos de elevarle a los altares, entre otras cosas por declarar que Shakespeare estaba sobrevalorado. Pues ni tanto y tan calvo. Y sí, leer a Bukowski es un ejercicio sano por lo mismo que la botulina tiene un mirífico efecto cosmético. Sobre todo, los cuentos. No así la poesía, que a muchos nos suena a hueca después de pagar el inevitable peaje de la traducción: Un simple perro/ caminando solo sobre una acera caliente/ en pleno verano/ parece tener más poder que diez mil dioses juntos/ ¿por qué? (De “El amor es un perro del infierno: Poemas 1974-1977”).

Aunque la filosofía de Bukowski/Chinaski tiene tanto fundamento como los textos impresos en las etiquetas de un güisqui barato, hay algo de atractivo en esos relatos cargados de amargo resentimiento, historias donde no se salva ni el amor, ni la amistad, ni los principios, ni las convicciones ni nada de nada. En este capítulo, se percibe ese desarraigo destructor con el que el escritor intenta abrumar a los lectores (se nota bien a las claras que le encantaba que le leyeran, que le admiraran, que le odiaran, que le hicieran preguntas, que le tomaran por lo que no era) con palabras malsonantes y sórdidas reflexiones que sin duda redactaba mientras estaba razonablemente sobrio, porque la ebriedad no es compatible con ninguna preocupación estética por el estilo. Y escandalizar al personal era lo que más le gustaba. Su influencia no ha sido desdeñable. De hecho, en las últimas décadas un nutrido grupo de escritores en español han transitado por sendas similares (Ray Loriga ha confesado la influencia sobre su propia obra) con resultados desiguales. La impronta ha llegado incluso al mundo del cómic y la ilustración: Matthias Schultheiss publicó su brutal versión visual del universo bukowskiano (Ordinaria locura, 1988) y Robert Crumb, que no oculta su admiración por el autor, iluminó tres de sus cuentos ligeros, recogidos en Tráeme tu amor (2011).
En 1985, el Bukowski de las entrevistas era un escritor consagrado que se reía de todo y de todos: “Ahora solo me siento, tomo vino y hablo de mí mismo porque ustedes hacen las preguntas, no porque yo quiera dar las respuestas… ¿Ok?”. Falleció en 1994, haciendo lo que quería, sin apuros para beber del mejor licor. Y sin haber entendido una palabra de Albert Camus. Sus restos reposan en Palos Verdes, California. La gente acude allí y se hace fotos junto a la sencilla lápida, en la que podemos leer una única sentencia: “No lo intentes”.
Como podría haber afirmado el mismísimo Bukowski, estas palabras son lo más profundo que escribió. O al menos, lo más profundo que fue capaz de escribir.
Feliz Año Nuevo.

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