Categoría: el escritor (Página 1 de 18)

los cuentos de D. Santiago

Descubrir a estas alturas la figura de D. Santiago Ramón y Cajal (1852-1934) es un pecadito venial porque todavía hay manera de enmendar la falta. Empeñarse en olvidar o, peor aún, ignorar a una personalidad de semejante calibre intelectual es, por no decir otra cosa, un verdadero delito contra la memoria histórica y científica de un país no demasiado pródigo en sabios de talla similar. Se dice que en sus últimas cuartillas, escritas horas antes de fallecer, Ramón y Cajal intentó describir los síntomas de la muerte: «Me siento afónico, pierdo la vista». Después de esto, la caligrafía se torna ilegible… Genio y figura hasta el final. Así se extinguió la intensa vida del que fue, además, un viajero incansable que también visitó el norte peninsular.
Aunque son escasos, es posible rastrear vínculos del científico con Asturias. En cierta ocasión «sacó la cabeza» por los asturianos cuando un alcalde de Barcelona, antiguo colega suyo de nombre Bartolomé Robert (1842-1902), definió las características superiores de una supuesta «raza catalana etrusca» frente a otra primitiva, heredera de antiguos pobladores simiescos que degeneraron en gallegos y asturianos. El tal Robert llegó incluso a publicar un mapa de España que ilustraba la distribución geográfica de la excelencia racial, en la que los braquicéfalos del noroeste se llevaban la peor parte. El asunto fue objeto de viva polémica y tiempo le faltó al premio nobel aragonés para poner en entredicho la xenofobia de Bartolomeu, llamando a considerar como prueba refutatoria el reducido volumen encefálico de tan eminente supremacista. El Dr. Robert cuenta, por cierto, con un gran monumento en el Ensanche barcelonés. Menos piedras guardan hoy memoria de D. Santiago en la región, pese a que entre los años 1912 y 1917 fue asiduo visitante estival y disfrutaba de baños de sol y mar en la costa cantábrica. Nos gustaría pensar que se inspiró en Lastres o en Salinas para escribir el libro Cuentos de vacaciones… pero por aquella época el autor, que era un prototurista inquieto, no conocía Asturias. Sus incursiones literarias no fueron únicamente un divertimento. En 1905 fue elegido miembro numerario de la Real Academia de la Lengua, —como también lo fue de la de Medicina y de la de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales—, aunque nunca llegó a ocupar el asiento de la «I» mayúscula. Y es que D. Santiago se entregaba al género de ficción con sobradas condiciones para ello. Aparte del citado volumen, están los escritos autobiográficos Recuerdos de mi vida (1901-1917), Chácharas de café (1921) o el curioso El mundo visto a los ochenta años: impresiones de un arteriosclerótico (1934), obra póstuma donde D. Santiago describe sin censuras las opiniones inmediatas que le merece el mundo en el que vive, y de la que extraemos un fragmento, así, como al azar…

Los que hace cincuenta años admirábamos las decorativas barbas floridas de los jóvenes o maduros y las venerables de los ancianos—o en su defecto las patillas toreras y bigotes conquistadores—quedamos hoy absortos ante el tocado, importado de Yanquilandia o de Inglaterra, lucido por nuestros empecatados currutacos y hasta por bastantes vejestorios, empeñados en remozarse en la fuente de juventud de las peluquerías. ¿A qué responden esas faces lampiñas? ¿Por qué no lucimos aquellas barbas y bigotes a lo Cervantes y Quevedo, copiados en los cuadros del Greco y de Velázquez? Se ha derrumbado toda una venerable y castiza tradición, inspirada quizás en el aspecto viril y elegante de dioses, héroes y pensadores helenos. La facies romana lampiña quedaba relegada a los labriegos y eclesiásticos. Por consecuencia de ello, se pierde una hora diaria, con fruición y provecho del barbero, rapándose de raíz cañones incipientes. ( ) ¡Cuántos feos he conocido yo cuya fortuna amorosa y hasta económica dependió de una barba artísticamente cuidada o de un mostacho retador! ¡Y cuántos otros, perdido el prestigio capilar, se convirtieron en micos repelentes cuando no en aparentes intersexuales!

Nuestra pequeña infografía recoge la reinterpretación a mano alzada de uno de los excepcionales dibujos científicos recopilados en el libro The Beautiful Brain. Drawings of Santiago Ramon y Cajal y que forman parte del Legado Cajal. Este importante patrimonio aún espera el cobijo de un museo que le haga justicia.

Santiago Ramón y Cajal, científico, artista, escritor… y premio Nobel de Medicina (1906).
Billete del Banco de España dedicado a Santiago Ramón y Cajal (1935)

¿quién envenenó a Molière?

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Para empezar, parece que Molière no murió en el escenario. Ni ataviado de amarillo. Además de autor, el célebre dramaturgo francés protagonizaba sus propias comedias. El 17 de febrero de 1673 —día de viernes por más señas— Molière se sintió indispuesto durante la representación de «El enfermo imaginario», pese a lo cual concluyó las frases de su último Argan. Más tarde y ya en su casa, sita en el 40 de la Rue de Richelieu, un nuevo acceso hemorrágico se lo lleva por delante. Entretanto, los allegados buscan infructuosamente por todo París un sacerdote, persuadidos de que deben priorizar el alivio espiritual de la extremaunción a cualquier ensayo reparador de la medicina al uso. El reconocido Juan Bautista Poquelin (ese era su verdadero nombre) falleció con cincuenta y un años. Protegido del duque de Orleans, hermano de Luis XIV, contaba con simpatías en la todopoderosa corona francesa. Pero sus mordaces y mal disimuladas críticas hacia los modos y las convenciones sociales de la época habían molestado a la Iglesia, incomodado a cierta nobleza y puesto en su contra al abundantísimo colectivo de charlatanes y carniceros que por aquel entonces constituían el gremio de médicos y sanadores. Eso por no hablar de la legión de autores envidiosos de su éxito o de maridos cornudos, celosos unos o consentidores a su pesar otros, que conocían los negocios galantes del reputado comediante. ¿Y si Molière hubiera sido asesinado? Se sabía de sus incontables afecciones, pero como hipocondríaco irredento la mayoría le venían de imaginarse enfermo. Y nadie se muere de neurastenia a menos que arraigue en el cuerpo una modalidad mórbida de tal obsesión. Esa el la tesis del escritor Rubem Fonseca (1925-2020), que recrea las pesquisas de un marqués anónimo, buen amigo de Molière, defensor de su obra y amante de la joven Armande, su mujer, de la que también se dice que era hija del dramaturgo. Un candidato perfecto para adaptarse a la lógica inmediata, aquella que le sitúa a la hora y en el lugar adecuados como para calzarle sin dificultad cualquier móvil homicida. Sin embargo, no es el marqués el que desea la desaparición de Molière: su aprecio resulta sincero y los favores de Armande forman parte de una amistad, digamos, doblemente gratificante. Bien conocido en los ambientes cortesanos, el marques frecuenta los exclusivos salones donde se rumian conspiraciones y venganzas, se intercambian elixires de amor y se formulan venenos indetectables. El marqués es plenamente consciente de que la proximidad al monarca determina el grado de impunidad aceptado por los que deben juzgar los crímenes más audaces. Y aunque no es cuestión de buscarse antipatías peligrosas, esclarecer el asesinato conlleva un cierto riesgo, proporcional a la alcurnia del criminal…

Rubem Fonseca es un extraordinario escritor brasileño que bien merece una revisión por parte de aquellos que gustan de la literatura sin artificios, en ocasiones descarnada y hasta brutal. Fonseca es cuentista y novelista. Experimentó con fórmulas muy personales de narrativa policiaca, de la que se vale para reflexionar sobre la marginalidad y la violencia, aunque su producción no es uniforme. Visitó la «Semana Negra» de Gijón allá por el año 1995. Pero antes que dejarse llevar por reseñas u opiniones, leer alguno de sus relatos es el procedimiento habitual para saber a ciencia cierta si estamos ante un autor de nuestro gusto.

Jean-Baptiste Poquelin (1672-1673), conocido universalmente por el sobrenombre de Molière, precisa de poca o ninguna presentación. Quien no ha oído hablar de él tiene permiso para autocompadecerse de su ignorancia (recuerden que se trata de un achaque menor que cuenta con varios antídotos). Por el contrario, todo aquel que lo identifique con un escritor de cabello frondoso que, sin embargo, llevaba una empolvada peluca se puede proponer el reto superior de ver alguna de sus obras de teatro. No hacen falta muchos referentes para divertirse. Tan solo dejarse llevar por el lenguaje y el tableteo de las chinelas de cordobán sobre el entarimado.

no lo intentes

La pregunta es: ¿Tiene alguna justificación divulgar los textos de Bukowski? Si no nos da la gana responder directamente, podríamos alimentar el debate con dos aportaciones más: ¿Es necesario adaptar El Lazarillo para escolares? ¿Es correcto llamar literatura a lo que escriben ciertos presentadores de televisión? Ninguna de las tres cuestiones admite un «» o un «no» rotundo. O quizá sí lo admitan. Pero aquí los dogmas sobran. Así que nos reservamos la opinión que nos merecen las dos últimas cuestiones para centrarnos en la primera.
Bukowski ya no está de moda. La literatura del exabrupto no vende como antes. Ha perdido a parte de su parroquia. Tal vez por eso sea el momento de rescatarle, si es que es lícito conjugar este verbo con semejante personaje. Nos da en la nariz que Charles Bukowski (1920-1994), escritor estadounidense de origen germano, no sería el viajero ideal para, digamos, compartir asiento en un abarrotado Alvia Gijón-Madrid. Las adicciones de las que hizo sobrada publicidad fueron su imagen de marca, y con ellas se ganó las voluntades de los que vieron reflejada en su discurso la propia desesperación vital; el aedo de nariz roja que se atrevía a escupir sobre el auditorio se convirtió en el adalid de los que no osaban imitarlo, aunque les sobrasen las ganas. Y los motivos. Consolidada una excelente mala fama, su patente de corso fue el alcohol diluido en otro poquito de alcohol. De esta forma, el ciudadano Bukowski se libró de tener que alinearse con una ideología mayoritaria, ya fuera de carácter conservador o formalmente izquierdosa. Desde la marginalidad y el escarnio autoinfligido, alcanzó la estabilidad a los cincuenta años, merced a una pertinaz vocación literaria, de la que da buena prueba una producción en extremo prolífica. A lo largo de su vida publicó más de medio centenar de títulos, sin contar el material inédito. Con los Escritos de un viejo indecente (1973) se desató la popularidad. Y con ella vinieron las entrevistas, las opiniones procaces, los espectáculos escandalosos. También los guiones de cine, los recitales de esa poesía tan suya. Y los libros. Libros y más libros autobiográficos que le fueron aproximando al imaginario progre de su país adoptivo, y cuyos ecos en forma de sentencias o frases sueltas ―algunas perfectamente apócrifas― siguen salpicando por doquier las grafiteras paredes de internet. Los delicados gourmets de la contracultura degustaron con fino paladar lo que dieron en llamar Realismo sucio, mientras que los puristas sabotearon los intentos de elevarle a los altares, entre otras cosas por declarar que Shakespeare estaba sobrevalorado. Pues ni tanto y tan calvo. Y sí, leer a Bukowski es un ejercicio sano por lo mismo que la botulina tiene un mirífico efecto cosmético. Sobre todo, los cuentos. No así la poesía, que a muchos nos suena a hueca después de pagar el inevitable peaje de la traducción: Un simple perro/ caminando solo sobre una acera caliente/ en pleno verano/ parece tener más poder que diez mil dioses juntos/ ¿por qué? (De “El amor es un perro del infierno: Poemas 1974-1977”).

Aunque la filosofía de Bukowski/Chinaski tiene tanto fundamento como los textos impresos en las etiquetas de un güisqui barato, hay algo de atractivo en esos relatos cargados de amargo resentimiento, historias donde no se salva ni el amor, ni la amistad, ni los principios, ni las convicciones ni nada de nada. En este capítulo, se percibe ese desarraigo destructor con el que el escritor intenta abrumar a los lectores (se nota bien a las claras que le encantaba que le leyeran, que le admiraran, que le odiaran, que le hicieran preguntas, que le tomaran por lo que no era) con palabras malsonantes y sórdidas reflexiones que sin duda redactaba mientras estaba razonablemente sobrio, porque la ebriedad no es compatible con ninguna preocupación estética por el estilo. Y escandalizar al personal era lo que más le gustaba. Su influencia no ha sido desdeñable. De hecho, en las últimas décadas un nutrido grupo de escritores en español han transitado por sendas similares (Ray Loriga ha confesado la influencia sobre su propia obra) con resultados desiguales. La impronta ha llegado incluso al mundo del cómic y la ilustración: Matthias Schultheiss publicó su brutal versión visual del universo bukowskiano (Ordinaria locura, 1988) y Robert Crumb, que no oculta su admiración por el autor, iluminó tres de sus cuentos ligeros, recogidos en Tráeme tu amor (2011).
En 1985, el Bukowski de las entrevistas era un escritor consagrado que se reía de todo y de todos: “Ahora solo me siento, tomo vino y hablo de mí mismo porque ustedes hacen las preguntas, no porque yo quiera dar las respuestas… ¿Ok?”. Falleció en 1994, haciendo lo que quería, sin apuros para beber del mejor licor. Y sin haber entendido una palabra de Albert Camus. Sus restos reposan en Palos Verdes, California. La gente acude allí y se hace fotos junto a la sencilla lápida, en la que podemos leer una única sentencia: “No lo intentes”.
Como podría haber afirmado el mismísimo Bukowski, estas palabras son lo más profundo que escribió. O al menos, lo más profundo que fue capaz de escribir.
Feliz Año Nuevo.

la lotería

Ya parece que no pasa el tiempo entre una lotería y la siguiente —comentó la señora Delacroix—. Me da la impresión de que la última fue apenas la semana pasada… Desde tiempo inmemorial, la sucesión de sorteos marca el paso de los años en la pequeña comunidad de trescientos habitantes. Llegada la fecha, los niños se reúnen bien de mañana para poner todo a punto. Son los primeros en congregarse. Y los más entusiastas. Los adultos en cambio se dejan llevar de mala gana porque la celebración perturba la rutina cotidiana; bien es cierto que el ritual se ha simplificado con el tiempo, y desde que la urna se abre hasta que se conoce el resultado apenas pasa un par de horas.
Shirley Jackson (1916-1965) escribió “La lotería” cuando todavía se oían los ecos de las dos bombas atómicas que rubricaron el final de la segunda guerra mundial. La vida de la escritora se ajustaba a unos cánones que a ella le venían estrechos, pero en los que encajaba con la complacencia de quien acepta el ineludible destino de esposa y madre. El cuento se publicó en el New Yorker poco antes de que el senador McCarthy desencadenara un fabuloso proceso contra la libertad de conciencia. La misma opinión pública que se preparaba para delatar el desafecto patriótico y linchar a sus conciudadanos, se escandalizó, y de qué manera, por aquel relato tan poco convencional: la historia de un pueblito rural norteamericano apegado a las tradiciones de sus mayores, que asiste a los oficios del domingo, celebra en familia el Día de Acción de Gracias, y cada 27 de junio se somete de una manera un tanto perezosa a los designios de una lotería cruel, aunque no más que la fría disposición de todos los concurrentes a participar activamente de la macabra ceremonia.
Jackson estaba casada con un crítico literario muy influyente que no era ajeno al talento de su mujer, pero que en ningún momento propició la redención de la autora a través de su obra, una notable producción reconocible por sus rasgos de terror gótico y estilo incalificable. La escritora nos invita a ver “lo cotidiano” desde otra perspectiva, desvelando las claves del horror que convive entre nosotros, agazapado, formando parte de las sutiles relaciones sociales, revelándose en el momento oportuno sin que haya un declarado tránsito hacia el mal, ese mal que espera su oportunidad escondido en las profundas simas del alma humana. Desde su prisión doméstica, la agorafóbica Shirley se asoma a la ventana, observando a través de sus gafas de ojo de gato el tenue reflejo de una mujer atrapada por el tabaco, las anfetaminas y el alcohol. Ante sus ojos, el señor Summers planta en la plaza la urna negra con los boletos de la suerte. Todos estamos invitados a la rifa. Sentada en su taburete, Shirley extrae el suyo con una mano, mientras en la otra sostiene un buen vaso de bourbon. La papeleta contiene un punto negro.
Shirley Jackson falleció a los 48 años mientras dormía, quizá apabullada por el miedo más recio, el miedo a vivir, aunque con muchas historias por llevar al papel. Murió un día antes del tercer cumpleaños de su nieto Miles. En 2016 el ya consagrado artista Miles Hyman publicó una adaptación del relato de su abuela, “una reestructuración gráfica de su delicada arquitectura y una meticulosa traducción visual del cuento en un lenguaje totalmente nuevo”. En el día de la lotería, te invitamos a que tú también pruebes suerte. Te puede tocar.

camus contra las ideologías y otras historias de nobeles franceses

Diciembre es el mes de los Premios Nobel. Se conmemora así el fallecimiento de su promotor D. Alfredo, que de seguir viva la criatura, cumpliría ahora 189 añitos de nada. Muchísimo más joven (82 primaveras) es la recién galardonada Annie Ernaux. Como nada sabemos de ella salvo por los cientos de reseñas de prensa redactadas por personas que TAMPOCO conocen su obra, es de rigor adquirir y darnos tiempo para leer y evaluar algún libro de esos que justifican el fallo del comité sueco.

Ya son diecisiete los escritores franceses que han recibido la medalla del jovencito bajo el laurel. Algunos son perfectos desconocidos salvo para estudiosos y especialistas. Otros escribieron originariamente en occitano, ruso o chino, y unos cuantos se revelan ya no solo como literatos sino como prolíficos autores de una obra filosófica y ensayística muy influyente en la Europa de su tiempo. De este último grupo recuperamos a dos de ellos (y que Bergson nos perdone) por la profunda huella que dejaron en el devenir intelectual de la convulsísima centuria pasada, siendo como eran antagonistas ideológicos y personales: Albert Camus (1913-1960) y Jean-Paul Sartre (1905-1980). Para empezar, Sartre rechazó el premio por causas de «coherencia» intelectual que acaso hoy resultan un tanto confusas. Lo cierto es que siete años antes se lo habían concedido a Camus, algo que no debió agradarle mucho a Jean-Paul ni a su alter ego femenino, Simone de Beauvoir, relegados al papel de segundones. Se cita como precedente su otro rechazo, el de La Legión de Honor, concedida a Sartre como combatiente (y que, dicho sea de paso, no se merecía), pero no se suele apostillar que Albert Camus también hizo lo propio. Lo cierto es que ambos escritores fueron testigos de los acontecimientos que marcaron a sangre y fuego (nunca mejor dicho) el pulso histórico del siglo pasado: las dos carnicerías mundiales, las matanzas locales (España, Etiopía, Grecia, Argelia, China, Corea, Vietnam…), la Revolución Rusa, el imperialismo USA, el maoismo, la Guerra Fría, el totalitarismo soviético, el castrismo reductor, las dictaduras sudamericanas,.. Ambos sintieron la firme necesidad del compromiso como parte de su aportación intelectual. Sartre construyó un sistema filosófico exageradamente deudor de sus impresiones políticas, que le llevaron a alinearse los excesos despóticos del estalinismo más criminal. Camus también fue militante comunista, activo resistente contra el nazismo, que tempranamente reparó en la monstruosidad que había alumbrado el bolchevismo. El repudio de las ideologías y la condena del fanatismo le valió la ruptura con Sartre, que enarbolaba el pabellón de la justicia por encima del de la libertad individual. Camus reacciona contra los dogmatismos políticos y religiosos que pretenden subyugar a los seres humanos, y le reprocha a Sartre la urgencia a intervenir en la historia espetándole aquello de que «prefiero hombres comprometidos a literaturas comprometidas». Este desencuentro podría haber tenido más recorrido de no ser por el temprano fallecimiento de Camus. Sartre tuvo veinte años más para retocar las ideas y construir su propia leyenda personal.  Sin embargo, la lectura del siempre «joven» Camus (que a menudo se vio en la necesidad de rechazar la condición de «filósofo») resulta hoy reveladora de la propaganda, el dogmatismo y la controversia frentista que alimentan los modernos populismos y sus aparatos «justicieros». Por eso todos sus libros son referentes de obligada revisión, en especial El extranjero (1942), La caída (1956) y La peste (1947), a la que pertenece la cita que alguien escribió en la cubierta de nuestro viejo volumen: «Ha habido en el mundo tantas pestes como guerras. Y, sin embargo, pestes y guerras pillan a la gente siempre desprevenida».

Algunas referencias de interés:
La amistad es la ciencia de los hombres libres.
Voltaire y la vacuna contra el fanatismo.
Por qué Sartre dijo no al Nobel.
Albert Camus: la honestidad frente a las ideologías.

il n´est rose sans epine

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La emoción de rememorar gestas extraordinarias sólo es comparable con la dimensión trágica de la travesía en cuestión, vivida al límite por sus protagonistas. Ya habíamos hablado aquí del libro de Marco Polo redactado por un tal Rustichello de Pissa, una obra que había inspirado al mismísimo Colón. Pues bien: la aventura de Hernando de Magallanes en su expedición a Las Molucas no fue hazaña menor y hoy viene a cuenta porque se celebra el quinto centenario de su llegada, allá por 1522, a Sevilla. A la postre, esta expedición inicialmente compuesta por cinco naves determinó la primera circunvalación al globo terráqueo, aunque el promotor de la empresa, al igual que cuatro de los barcos y sus tripulaciones, no viviera para contarla. El que sí superó todos los avatares hasta el final fue Antonio Pigafetta, un escritor que buscó (y halló) el escenario de una magnífica odisea, relatándola en forma de diario en el que fue anotando día a día, a lo largo de casi tres años, las novedades de un viaje plagado de penurias, deserciones, resentimientos, traiciones, astucias, equivocaciones y bravuconadas, y que más tarde se conocería como Primer viaje alrededor del mundo. En esta narración queda bien patente la controvertida personalidad de Magallanes, un comandante muy devoto, con una fe inquebrantable en el objetivo, que no dudaba a la hora de imponer la autoridad que el rey Carlos I le había conferido. Su desgraciado final en las Filipinas fue un error de cálculo, una sobredimensionada percepción de sus ya escasas energías guerreras. Abatido por los indígenas, se privó a sí mismo de parte de la gloria que le esperaba en una metrópoli que no era la suya (como bien se sabe, Magallanes era portugués) y del reconocimiento histórico de la primera vuelta al orbe que, en parte, le arrebató su segundo, Juan Sebastián Elcano. Al final, la nueva ruta hacia el país de las especias se tornó poco viable comercialmente, y la disputa por las exóticas tierras de la nuez moscada se prolongaron durante siglos. Pero Magallanes dejó su impronta en el estrecho que lleva su nombre y en el gigantesco océano que él percibiera como vacío y calmo, al que bautizó Pacífico. Así lo vio y lo relató Pigafetta, en cuyo noble blasón figuraba premonitoriamente la divisa «il n´est rose sans epine».

Luego que hubo amanecido, mandó Magallanes a tierra el cadáver de Mendoza y lo hizo descuartizar, pregonándolo por traidor, ahorcó a Gaspar de Quesada y lo descuartizó con igual pregón, por mano de Luis de Molino, su cómplice y criado; sentenciado a quedar desterrado en aquella tierra Juan de Cartagena y á un clérigo, su confidente. Acto de ferocidad disculpable porque las circunstancias lo hacían necesario; sin él, la anarquía hubiera destruido la expedición y acabado con la vida de su caudillo.

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