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La emoción de rememorar gestas extraordinarias sólo es comparable con la dimensión trágica de la travesía en cuestión, vivida al límite por sus protagonistas. Ya habíamos hablado aquí del libro de Marco Polo redactado por un tal Rustichello de Pissa, una obra que había inspirado al mismísimo Colón. Pues bien: la aventura de Hernando de Magallanes en su expedición a Las Molucas no fue hazaña menor y hoy viene a cuenta porque se celebra el quinto centenario de su llegada, allá por 1522, a Sevilla. A la postre, esta expedición inicialmente compuesta por cinco naves determinó la primera circunvalación al globo terráqueo, aunque el promotor de la empresa, al igual que cuatro de los barcos y sus tripulaciones, no viviera para contarla. El que sí superó todos los avatares hasta el final fue Antonio Pigafetta, un escritor que buscó (y halló) el escenario de una magnífica odisea, relatándola en forma de diario en el que fue anotando día a día, a lo largo de casi tres años, las novedades de un viaje plagado de penurias, deserciones, resentimientos, traiciones, astucias, equivocaciones y bravuconadas, y que más tarde se conocería como Primer viaje alrededor del mundo. En esta narración queda bien patente la controvertida personalidad de Magallanes, un comandante muy devoto, con una fe inquebrantable en el objetivo, que no dudaba a la hora de imponer la autoridad que el rey Carlos I le había conferido. Su desgraciado final en las Filipinas fue un error de cálculo, una sobredimensionada percepción de sus ya escasas energías guerreras. Abatido por los indígenas, se privó a sí mismo de parte de la gloria que le esperaba en una metrópoli que no era la suya (como bien se sabe, Magallanes era portugués) y del reconocimiento histórico de la primera vuelta al orbe que, en parte, le arrebató su segundo, Juan Sebastián Elcano. Al final, la nueva ruta hacia el país de las especias se tornó poco viable comercialmente, y la disputa por las exóticas tierras de la nuez moscada se prolongaron durante siglos. Pero Magallanes dejó su impronta en el estrecho que lleva su nombre y en el gigantesco océano que él percibiera como vacío y calmo, al que bautizó Pacífico. Así lo vio y lo relató Pigafetta, en cuyo noble blasón figuraba premonitoriamente la divisa «il n´est rose sans epine».

Luego que hubo amanecido, mandó Magallanes a tierra el cadáver de Mendoza y lo hizo descuartizar, pregonándolo por traidor, ahorcó a Gaspar de Quesada y lo descuartizó con igual pregón, por mano de Luis de Molino, su cómplice y criado; sentenciado a quedar desterrado en aquella tierra Juan de Cartagena y á un clérigo, su confidente. Acto de ferocidad disculpable porque las circunstancias lo hacían necesario; sin él, la anarquía hubiera destruido la expedición y acabado con la vida de su caudillo.