Categoría: marcapáginas

tu propio exlibris

Para hacer un exlibris se permiten todos los sistemas que hacen posible una reproducción múltiple. Cuando los exlibris son el resultado de una técnica gráfica original (digamos un grabado de cualquier tipo), se imprime una edición de cincuenta a cien ejemplares que el artista firma y numera. Vamos a destacar algunas recomendaciones para hacer nuestros propios exlibris siguiendo las directrices que marca la FISAE (Fédération Internationale des Sociétés d’Amateurs d’Ex-Libris), que es algo así como la organización que vela por la ortodoxia y aglutina a los numerosos aficionados y coleccionistas.  En primer lugar, los exlibris rara vez son mayores de 13×13 cm por una cuestión obvia: tienen que caber en los libros. Por lo general se imprimen en un papel bastante ligero (no más de 200 gr por m2), ya que un papel más grueso impediría que la cubierta del libro se cerrase totalmente. La leyenda puede estar en nuestro idioma (por ejemplo, ‘De la colección de libros de Pepe Pi‘) o en latín (‘Ex libris Pepe Pi»). Hay una serie de cuestiones elementales a tener en cuenta antes de ponernos por la labor, pero que son las que marcan la diferencia entre una vulgar estampa y un verdadero exlibris:
a) Como ya se apuntó, el lado mayor de la imagen debe medir no más de 13 cm, dimensiones que la permitan figurar en cualquier tipo de libro. En cuanto al soporte, la FISAE no especifica demasiado salvo que se trate de algún material que pueda ser albergado dentro de un libro. Digamos que un neón de colores no cumple el requisito. Tampoco hay nada que nos impida «dibujar» un exlibris en cada uno de nuestros volúmenes, pero la empresa nos puede llevar mucho tiempo y no salir siempre a nuestro gusto.
b) Debe figurar la palabra EX LIBRIS (de entre los libros de…) como parte de la imagen. También vale this book belongs to… , este libro es de… , o las variantes ex bibliotheca, soy de… Si pertenece a una colección temática, se puede reemplazar la palabra libris por la que haga referencia al asunto en cuestión: si es música será ex musicis, si se trata de una colección psicalíptica, ex eroticis
c) Debe figurar el nombre del propietario del exlibris o al menos sus iniciales. Se alude siempre a una persona viva o a una institución (a ser posible, viva también). Las estampas hechas a personas que no existen o dedicadas de manera apócrifa a celebridades que nunca las usaron se denominan pseudo exlibris. En general, los coleccionistas detestan la mentira en el exlibris, así que estos ejemplares suelen ser desechados. Eso no quita para que, en lugar de hacer un «exlibris Miguel de Cervantes» hagamos uno que rece “exlibris in memoriam Miguel de Cervantes. Biblioteca de Pepe Pi«.
Pegar un hermoso exlibris en los libros de uno no solo desalienta el robo y recuerda a los prestatarios que un libro debe ser devuelto, sino que también es una forma de rendir homenaje al objeto, que a pesar de la tecnología de comunicación moderna sigue siendo el vehículo esencial para la transmisión de conocimiento y fuente inagotable de placer, interés y… arte.

el exlibris en España

Todos hemos visto alguna vez bellos motivos, generalmente de carácter heráldico, estampados con pan de oro en las portadas de antiguos volúmenes. Este tipo de dorada filigrana recibió el nombre de supralibros, y es el precedente de los exlibris que estamos glosando en estas últimas entradas. El primer exlibris español que se conserva se usó para la biblioteca particular de un tal Francisco Tarafa. Se trata de una xilografía en óvalo del año 1553 que contiene la inscripción Bibliotheca Francisci Tarapha, Canonici Barchi. Tenemos una prueba de que los exlibris no eran, ni mucho menos, ejemplo de frivolidad pasajera o simple capricho de aquellos que se declaraban amantes del libro: el mismísimo Goya, insigne artista, diseñó elementos de estas características. Uno de ellos le fue entregado en 1798 a su amigo Melchor Gaspar de Jovellanos; se trata de un aguafuerte del que se conocen únicamente dos impresiones. Una de ellas se conserva en la Biblioteca Nacional de Madrid con la inscripción Del Sº (secretario) Jovellanos.  Pero la época de la verdadera popularización del exlibrismo patrio coincidió con la corriente modernista, que aprovechó las posibilidades que ofrecía la estampa para llevar el arte a los libros de los adinerados burgueses de fines del siglo XIX. Pablo Font, lejanamente emparentado con Francisco Maciá, se trajo la moda de la exposición universal de Paris de 1889 (la de la Tour Eiffel), y al volver de su viaje encargó los primeros diseños de lo que sería el resurgimiento del exlibris en España. Los ejemplares que se conservan son muy bonitos y tienen el inconfundible marchamo de la estética modernista. Actualmente las técnicas de reprografía y los sellos de caucho le han tomado la delantera al diseño de exlibris a la manera tradicional (calcografía, litografía, xilografía), que sobrevive gracias a los coleccionistas y a los concursos y bienales. Pero la afición continúa. En la actualidad existen casi medio centenar de organismos repartidos por todo el mundo dedicados a difundir el exlibrismo, promocionando la colección de ejemplares, el arte del grabado y de los artistas que los producen. Benoît Junod, conocido coleccionista, expresa su afición de esta manera:

Los ex libris son una forma de colección que reúne una cantidad de aspectos interesantes. Como existen desde el siglo XV en forma impresa, y que casi todos los artistas de las épocas sucesivas han realizado exlibris, son fascinantes como testigos del arte de todas las épocas, como ejemplos de la evolución de los estilos y de las técnicas, como marcas de posesión de libros de bibliófilos y bibliotecas (y así de la historia de la cultura), y más prosaicamente como pequeñas imágenes que reflejan una relación entre artista y coleccionista, y lo que el primero crea al gusto del segundo.

http://www.youtube.com/watch?v=KnesMcieAKI

algo de provecho

Mi familia quiere que estudie algo de provecho… ¡Cuántas veces habremos oído esta frase! El discurso de los jóvenes estudiantes se repite promoción tras promoción. Sin embargo, el significado de esta enigmática sentencia ha ido cambiando con los tiempos. A mediados del siglo pasado, el provecho suponía ganarse las lentejas, y la aspiración de cualquier padre era la de que su hijo obtuviera unos ingresos regulares de la forma más cómoda posible, sacando el máximo rendimiento al magro aprendizaje inicial. En el caso de las hijas, bastaba con que la buena presencia se correspondiera con la cabeza ordenada y discreta de una futura esposa y madre. En las décadas finales del siglo XX se produjo un cambio interesante: el hombre y la mujer de provecho se preparaban para alcanzar las metas que se les habían negado a sus predecesores, conquistando las plazas que hasta ese momento había acaparado una pequeña élite con influencias y acceso a la educación. Fue la época de la democratización de la enseñanza, y las universidades se vieron asaltadas por miles de estudiantes de clase media que a través de la educación superior querían ver cumplidos sus sueños de promoción social y reconocimiento profesional. A estas alturas del siglo XXI, expectativas y frustraciones de toda una generación caen como una losa sobre nuestros jóvenes estudiantes, abatidos por el sistema productivo y contagiados por una visión reduccionista del progreso: la cultura ya no es un fin es en sí misma. La escuela de ciudadanos críticos y responsables da paso a una factoría de futuros expertos en lo que sea, que buscan desesperadamente traducir innumerables títulos y másteres inasibles en empleos bien remunerados, frecuentemente asociados a la técnica y la economía. En este escenario, nuestros estudiantes con más talento están asediados. Mi madre dice que estudie telecomunicaciones y que, después, si quiero, escriba un «best-seller». Esto nos confesaba L. en la biblioteca, una muchacha resuelta y sencilla con un maravilloso don para las letras, y que a estas alturas estará cumpliendo a las mil maravillas las expectativas de otros, entre dispositivos electrónicos y circuitos conmutados. Sin embargo, el talento se resiste a capitular. Y de eso dan fe un nutrido grupo de autoras que aportan ingenio y perseverancia y lo ponen al servicio de una obra original, con estilo propio pese a su juventud (si es que la juventud ha de pesarle a alguien). Y para dar prueba de ello, nos hemos puesto en contacto con Bea Tormo, una ilustradora logroñesa que bajo su otro apócope posible (Triz), ha firmado trabajos que puedes encontrarte, incluso, entre las páginas de tu libro de texto…

puntos de lectura

marcas_luces

De la mano de una amable coleccionista de marcapáginas descubrimos cuán extendida está la afición de atesorar estos humildes objetos de uso cotidiano, a los que debemos la custodia de tantas y tantas lecturas interrumpidas, pospuestas con y sin proyecto de futura prosecución. ¿Sabían que el primer marcapáginas documentado data del siglo XI? Estaba confeccionado con una fina tira de piel de becerro y decorado con miniaturas delicadas que representaban al Cordero, vencedor de entre las Bestias y las Serpientes. En el Palacio Real de Madrid se conserva el riquísimo marcapáginas con el que Felipe V obsequió a su hijo Luis el día de la coronación de éste como Rey. Se trata de una delgada lámina de oro rojo, exquisitamente repujada, donde se puede contemplar, por una cara, el escudo de armas de los Borbones, y por la otra una alegoría en la que aparece el sol iluminando al monarca junto a todas sus posesiones europeas y de ultramar, entre las que curiosamente se incluyen las islas de Terranova y de Menorca, a la sazón de soberanía británica y arrebatadas a Francia y España en virtud del tratado de Utrech. Insignes aficionados a este peculiar coleccionismo fueron Don Pedro Rodríguez de Campomanes, brillante jurisconsulto que llegó a sujetar entre sus dedos un marcapáginas original atribuido al mismísimo Rubens, perdido para siempre en el incendio que redujo a cenizas el palacio solariego de los Campomanes en Corniella. También Menéndez y Pelayo, de quien su gran amigo Gumersindo Laverde dijo: «No importaba si era de día o de madrugada: Marcelino pasaba largas horas contemplando sus marcapáginas, algunos de ellos tan desgastados y carcomidos que era preciso manipularlos ayudándose de unas ingeniosas pinzas de metal, forjadas especialmente para él por un herrero vallisoletano. Nunca conocí a nadie tan entusiasmado por los libros ni por cuanto en ellos podría contenerse». (Laverde Ruiz, Gumersindo (1873). Ensayos y Memorias. Tomo IV. Lugo. Imprenta de Soto Freire). Pese a que en nuestra explotación ganadera tenemos becerros de sobra, nos nos parece correcto arrancarles la piel a tiras; tampoco disponemos del oro suficiente como para hacer más allá de una decena de marcapáginas como el que Felipe quinto (¿o quizá fuera Carlos tercero?) regaló a su hijo primogénito. De hecho, los últimos eran de cartulina y se los cedimos a una compañera lucense que lleva una bonita página sobre el particular. Prometemos a todos los que nos han solicitado algún ejemplar que tendremos en cuenta sus amables peticiones cuando la disponibilidad pecuniaria del instituto se vuelva a poner a la par con nuestra voluntad por agradar a los gentiles lectores.

el marcapáginas de Wilson, el chiflado

Bien arropadito entre las páginas de Wilson, el Chiflado, el marcapáginas con coletas espera el regreso de C. A C. le gustan las historias policiacas, y cuando le recomendaron un libro de Mark Twain no lo dudó un momento: se abalanzó sobre el ejemplar que su padre tenía entre un montón de títulos del mismo autor: Tom Sawyer, Un yanqui en la corte del Rey Arturo, El príncipe y el mendigo, Tom Sawyer detective… Papá no puede ocultar su simpatía por Twain: en algún momento le oyó decir que defendió a los negros dentro y fuera de su país, condenando las prácticas esclavistas y el desprecio por la dignidad humana. Además, Twain era un gran amigo del inventor de la radio, el gran ingeniero Nikola Tesla, y esa ya era una muy buena referencia. De hecho, el propio escritor hizo sus pinitos como inventor, y siempre acogió con entusiasmo las nuevas propuestas de la ciencia. En este libro desvela la utilidad de una sencilla técnica, que con el tiempo se convirtió en uno de los recursos policiales más socorridos. C. regresa del baño a velocidad de crucero. Está en un momento crucial de la narración. Entonces mamá llama para comer. El marcapáginas vuelve a ocupar su sitio entre la 152 y la 153. Esta vez, C. tardará más en regresar, porque le espera un arrocito caldoso en su punto y su programa de dibujos animados favorito.

 

Es fácil encontrar defectos, si se tiene esa disposición. Érase una vez un hombre que, al no ser capaz de encontrarle defecto alguno a su carbón, se quejaba de que tuviera demasiados fósiles incrustados en él.

Almanaque de Wilson, el Chiflado

marcapáginas

Horas. Minutos. Segundos. Hemos conseguido crearnos la ilusión de que podemos dividir el tiempo en cantidades discretas, unidades que nos permiten sumarlo y restarlo, ponderarlo y hasta calcular sus dimensiones. Pero el tiempo dista mucho de ser el alma que mueve las agujas de un reloj. El ritmo que la vida impone, con sus pausas, letargos, esperas, progresos acelerados, retornos vacilantes… refuerza la evidencia de que el tiempo no cuenta con nosotros, que fluye implacable deslizándose por el filo del presente con la pericia de un skater. Sin embargo, cuando leemos somos dueños del reducido universo comprimido entre las tapas del libro; los acontecimientos se recrean ante la mirada atenta del lector, momentáneamente desembarazado de cuanto le vincula a la realidad. El tiempo se convierte entonces en parte de esa nueva conciencia, libre para moverse por la ficción sin limitaciones, como un pececillo de colores en el vasto océano. Esta sensación puede ser tan intensa que algunas personas aseguran que gracias a ella pudieron sobreponerse a un largo cautiverio físico, entre las cuatro paredes de un calabozo, o anímico, asediados por el tedio, la rutina y el aburrimiento. El marcapáginas es el símbolo de la soberana voluntad del lector, del aceptado receso que congela el tiempo de papel en el instante en el que las hojas se confunden ruidosamente. Los marcapáginas aguardan pacientes en la bitácora de nuestra mesilla de noche y vigilan la plaza hasta que regresamos, recordándonos a qué distancia se encuentra el desenlace. Los menos románticos alegarán que todo esto del tiempo y los pececitos irisados está muy bien, pero que con entremeter la solapa o doblar una esquinita, asunto resuelto. No tenemos argumentos de peso para convencer a toda esa tropa más apegada a lo pragmático que a lo romántico pero, sin ningún género de duda, utilizar la solapa es vulgar y plegar la página (sobre todo si el libro es de otro) inmoral… Nada que ver con este elegante impala dorado con el que inauguramos la sección, diseñado para lucir su esbelto y atlético porte en el lomo grueso de los Cuentos Completos de Julio Ramón Ribeyro o de Ignacio Aldecoa, por decir algo…

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