Mi familia quiere que estudie algo de provecho… ¡Cuántas veces habremos oído esta frase! El discurso de los jóvenes estudiantes se repite promoción tras promoción. Sin embargo, el significado de esta enigmática sentencia ha ido cambiando con los tiempos. A mediados del siglo pasado, el provecho suponía ganarse las lentejas, y la aspiración de cualquier padre era la de que su hijo obtuviera unos ingresos regulares de la forma más cómoda posible, sacando el máximo rendimiento al magro aprendizaje inicial. En el caso de las hijas, bastaba con que la buena presencia se correspondiera con la cabeza ordenada y discreta de una futura esposa y madre. En las décadas finales del siglo XX se produjo un cambio interesante: el hombre y la mujer de provecho se preparaban para alcanzar las metas que se les habían negado a sus predecesores, conquistando las plazas que hasta ese momento había acaparado una pequeña élite con influencias y acceso a la educación. Fue la época de la democratización de la enseñanza, y las universidades se vieron asaltadas por miles de estudiantes de clase media que a través de la educación superior querían ver cumplidos sus sueños de promoción social y reconocimiento profesional. A estas alturas del siglo XXI, expectativas y frustraciones de toda una generación caen como una losa sobre nuestros jóvenes estudiantes, abatidos por el sistema productivo y contagiados por una visión reduccionista del progreso: la cultura ya no es un fin es en sí misma. La escuela de ciudadanos críticos y responsables da paso a una factoría de futuros expertos en lo que sea, que buscan desesperadamente traducir innumerables títulos y másteres inasibles en empleos bien remunerados, frecuentemente asociados a la técnica y la economía. En este escenario, nuestros estudiantes con más talento están asediados. Mi madre dice que estudie telecomunicaciones y que, después, si quiero, escriba un «best-seller». Esto nos confesaba L. en la biblioteca, una muchacha resuelta y sencilla con un maravilloso don para las letras, y que a estas alturas estará cumpliendo a las mil maravillas las expectativas de otros, entre dispositivos electrónicos y circuitos conmutados. Sin embargo, el talento se resiste a capitular. Y de eso dan fe un nutrido grupo de autoras que aportan ingenio y perseverancia y lo ponen al servicio de una obra original, con estilo propio pese a su juventud (si es que la juventud ha de pesarle a alguien). Y para dar prueba de ello, nos hemos puesto en contacto con Bea Tormo, una ilustradora logroñesa que bajo su otro apócope posible (Triz), ha firmado trabajos que puedes encontrarte, incluso, entre las páginas de tu libro de texto…