Ahora más que nunca hemos de tomar conciencia de que somos eslabones de una cadena. Tenemos la misión individual y casi sagrada de no flaquear, de no comprometer la solidez del conjunto, de resistirnos como ciudadanos libres e informados al miedo, el desánimo, el egoismo y la estupidez. El virus tiene todos los ases y hemos de esperar una buena mano para empezar a recuperarnos. Ayuda a tu familia, protégela y prepárate para una larga cuarentena en salud, que en la enfermedad no cabe más precaución que la de preservar del contagio a los demás. No será ésta la última ocasión en vuestra vida en la que os encontréis ante circunstancias excepcionales, así que este es un momento tan bueno como cualquier otro para aprender. Os proponemos que leáis. Leer es un excelente antídoto para sobreponerse a la crisis. Y para saber interpretar lo que ocurre a tu alrededor. Así no cometerás los mismos errores…

Los jóvenes que huyen al campo durante la peste que asoló la Comune de Florencia a fines del siglo XIV pasan el rato contándose historias al estilo de Las mil y una noches. Le corresponde a cada joven entretener por turno a los demás con sus narraciones. Las jornadas se suceden. No todas las tardes pueden dedicarse al esparcimiento, pero sí una decena de ellas. De ahí el título del libro: El Decamerón, que en griego significa diez días (δεκα, diez y ημερα, día). Los diferentes relatos ―un total de ciento un cuentos, algunos de ellos un tanto licenciosos aunque nada que no pueda superar sin estrecheces un joven lector moderno― narran historias sentimentales, trágicas o moralizantes que en realidad le debemos al ingenio de Giovanni Bocaccioautor que adelanta el Renacimiento y en cuya obra confluyen las literaturas oriental y grecolatina así como el importante acervo de la tradición florentina y napolitana. Como ya dijimos, el escenario en el que se desarrolla el argumento de El Decameron es apocalíptico: el norte de Italia ha recibido el devastador abrazo de la peste negra, importada de Crimea por barcos que recalaron igualmente en buena parte de los grandes puertos europeos, magnificando los efectos de la epidemia en un mundo no tan globalizado como el actual, pero inquieto y comercialmente muy activo en la franja mediterránea. Murieron muchas personas, entre otros motivos porque no conocían los mecanismos del contagio ni los factores que lo propiciaban, por lo que no pudieron detener el avance de la bestia. Los que tenían posibilidades de subsistir fuera de sus hogares sin trabajar huían al campo para evitar el zarpazo de la peste… Tal era el caso de nuestras siete damitas y tres mozalbetes, (Pampínea, Fiameta, Filomena, Emilia, Laureta, Neifile, Elisa, Pánfilo, Filostrato y Dioneo). Pero cabe preguntarse si «escapar» de los miasmas pestíferos fue realmente una buena idea… Nuestros sufridos antepasados desconocían que el portador del bacilo que causa la peste es una pulga, que prolifera sobre sus huéspedes naturales: las ratas. Cuando éstas mueren a causa de la infección, las pulgas buscan un acomodo alternativo. La peste no se contagia directamente entre seres humanos, o lo hace en circunstancias muy especiales, por lo que la proximidad no determina la propagación aunque sí las deficientes condiciones higiénicas y de saneamiento. De hecho, el índice de mortalidad de la peste negra fue mucho mayor en zonas rurales con menor densidad de población, pero con un mayor censo de roedores. Los jóvenes y atolondrados protagonistas de El Decamerón protagonizaron sin saberlo una huída incierta hacia la muerte, que se agazapaba pacientemente entre «las verdes frondas de agradable mirar».

«Yo juzgaría óptimamente que, tal como estamos, y así como muchos han hecho antes que nosotras y hacen, saliésemos de esta tierra, y huyendo como de la muerte los deshonestos ejemplos ajenos, honestamente fuésemos a estar en nuestras villas campestres (en que todas abundamos) y allí aquella fiesta, aquella alegría y aquel placer que pudiésemos sin traspasar en ningún punto el límite de lo razonable, lo tomásemos. Allí se oye cantar los pajarillos, se ve verdear los collados y las llanuras, y a los campos llenos de mieses ondear no de otro modo que el mar y muchas clases de árboles, y el cielo más abiertamente; el cual, por muy enojado que esté, no por ello nos niega sus bellezas eternas, que mucho más bellas son de admirar que los muros vacíos de nuestra ciudad. Y es allí, a más de esto, el aire asaz más fresco, y de las cosas que son necesarias a la vida en estos tiempos hay allí más abundancia, y es menor el número de las enojosas: porque allí, aunque también mueran los labradores como aquí los ciudadanos, el disgusto es tanto menor cuanto más raras son las casas y los habitantes que en la ciudad».