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Quien no guarda recuerdo de las cosas está condenado a olvidarse incluso de sí mismo. La memoria es el verdadero motor del pensamiento. Un don extraordinario que alcanza hasta el último rinconcito de nuestra existencia. Desde muy antiguo, la cultura escrita ha venido prestando soporte externo a la memoria colectiva, todo eso que nos hace ser lo que somos. Sin ella habríamos de renunciar al progreso: nos veríamos obligados a reinventarnos a nosotros mismos en cada generación, con todo el derroche de energía y creatividad intelectual que eso supondría. La memoria como tal ha inspirado libros y películas. A principio de los años cuarenta del siglo pasado, Jorge Luis Borges escribió un cuento basado en la prodigiosa memoria de un hombre que no podía olvidar nada. Paralelamente, al otro lado del mundo, un neurofisiólogo ruso llamado Александр Романович Лурия estudió la mente de un portento: se trataba de un hombre de carne y hueso con una inusitada capacidad para retener en el tiempo la más nimia información que a los sentidos se le ofreciera. Los modernos computadores reproducen la estructura de la memoria humana: memoria a corto y a largo plazo. Pero las máquinas son implacables: ellas son capaces de almacenar miles, millones de datos, que para volverse opacos e inertes solo precisarán de que a nosotros se nos olvide la contraseña, una clave de acceso formada tan solo por un ridículo puñado de números y letras.

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