«Cuaderno sobre Einstein»

La curiosidad es algo innato al género humano. Las ganas de saber, descubrir y desentrañar son los supremos atributos del espíritu inquieto y activo. La curiosidad es el motor que mueve el aprendizaje durante los primeros años de la vida. Desgraciadamente, ese ímpetu se va agotando y como esfumando durante la escolaridad, hasta casi extinguirse hacia el final de la misma. ¿Por qué será? Los investigadores, aquellos que tienen madera, no nacen. Se hacen. Si los mayores ignoramos este sencillo precepto estamos condenados a que los profesores que hablan de lo que oyen superen a los sabios que saben de lo que hablan. Muchas de las vocaciones más pertinaces se forjaron siguiendo el ejemplo de los grandes científicos y matemáticos. Las novelescas peripecias vitales de Galileo o Darwin, de los matemáticos Fibonacci o Ramanujan, de Marie Curie, Cajal o Einstein… han alimentado los sueños de generaciones de jóvenes investigadores que querían parecerse a ellos, y que son los que dan lustre a laboratorios y aulas en las universidades de los países más avanzados, mientras otros nos conformamos con futbolistas espasmofémicos y pilotos sañudos. El cine y la televisión han recreado las biografías de grandes hombres y mujeres de ciencia; pero es mucha la literatura y el ensayo que se ocupa de estos personajes excepcionales. Traemos ahora aquí un par libros que nos ofrecen la peculiar visión que de la matemática y la física tenían dos eximios pensadores: Paul Erdös y Richard Feynman. El primero erraba por el mundo arrastrando una maleta y haciendo de los números la única razón de su existencia. Él y sus circunstancias son los protagonistas de «El hombre que sólo amaba los números» de Paul Hoffman. El otro, antítesis del anterior, participó de jovencito en el proyecto Manhattan y en 1965 recibió el premio Nobel. Pero lo realmente atractivo de Feynman es su personalidad extrovertida, su didáctica elocuencia y sus ganas de vivir. El libro «¿Está usted de broma, Míster Feynman?» de Ralph Leighton, es una aproximación a la faceta más humana de este físico notable, al que le gustaba contar cómo le excluyeron del servicio militar por deficiente mental o cuál era el origen de su afición a tocar samba.

Graham no era el único que tenía que alojar a Erdös junto con sus extravagancias en la cocina. «Hace un tiempo pasé unos días con Paul (Erdös) —dice János Pach, un investigador húngaro emigrado—. Una noche cuando entré en la cocina me encontré con un espectáculo terrible. El piso estaba cubierto de charcos de un líquido rojo que parecía sangre. El rastro conducía hasta el refrigerador. Abrí la puerta y para mi sorpresa encontré un cartón de zumo de tomate con una cuchillada enorme en un costado. Paul debe haber sentido sed y, después de algunas reflexiones, habrá decidido apuñalar el cartón para sacarle el jugo.

El hombre que sólo amaba los números, de Paul Hoffman.

Mientras estaba esperando mi turno miro el papel que contiene el resumen de todos los exámenes que me han hecho hasta entonces. Y por el gusto de fastidiar, le muestro mi papel a mi vecino, y con voz bastante estúpida le pregunto: «¡Oye! ¿Qué te han puesto en el psiquiátrico? ¡Aah! Tienes una «N». Yo tengo una «N» en todo lo demás, pero en el psiquiátrico me han puesto una «D». ¿Eso qué es?» Yo ya sabía lo que significaba. «N» es normal, y «D», deficiente. El tipo me da una palmadita en el hombro, y me dice: «Muchacho, nada, eso es perfectamente normal. No significa nada. ¡No hagas caso!» Y después se levanta y va a sentarse, asustado, a la otra esquina de la habitación. ¡Me ha tomado por un lunático!

¿Está usted de broma, míster Feynman?, de Ralph Leighton.

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