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Entre gatos y caracoles, Patricia Highsmith escribió sus historias más memorables: instaló la maldad en personajes que aún nos parecen convincentes porque están muy bien construidos. Quizá el amor que profesaba por felinos y gasterópodos era el que le faltaba por el género humano. Cuenta la propia Patricia que con nueve años leyó un libro de un influyente psiquiatra de la época; los psicópatas que desfilaban por sus páginas marcaron la derrota de la mayoría de las situaciones que comenzara a describir ya con quince años. La mirada de la Highsmith cultivó la simpatía hacia lo siniestro, la dimensión ignorada y desconocida del ser humano, la que nos inclina hacia el «lado oscuro» cuando se dan condiciones para ello. Esta proyección a contraluz nos obliga a entender a los asesinos de Highsmith con cierta empatía; no se trata de elementos sanguinarios ni de criminales sin entrañas. Simplemente son personajes marcados por algún tipo de frustración que se limitan a difuminar esa delgada línea que separa el bien del mal, obligando al lector a ajustarse las lentes mientras le pone en la desagradable tesitura de censurar una conducta o adherirse al homicida sin más contemplaciones. Highsmith nació con aliento de aguarrás (se dice que su madre intentó quitársela de enmedio bebiendo un vaso hasta arriba). Su biografía señala que desde ese momento todo fue a peor. Sin embargo, ni los embates existenciales ni los reveses sentimentales lograron vencer la determinación literaria de la escritora, una mujer alcohólica y huraña, de trato difícil, que supo mantenerse al margen de las modas y, exceptuando la producción (bastante digna, por cierto) de subsistencia, fue siempre fiel a sí misma, lo que contribuyó a convertirla en una escritora de culto, sobre todo en Europa, donde buscó el cobijo que no encontró en su tierra. Hay quien opina que le estilo de Highsmith no casa con el del moderno lector de novela negra, que la psicología minuciosamente depravada de sus personajes les inmuniza contra las etiquetas de «buenos» y «malos» que el cine americano ha contribuido a consolidar. Pero no hay quien niegue que las detalladas, complejas y redondas tramas de sus cuentos y novelas gozan de buena salud y todavía son objeto de rediciones y adaptaciones cinematográficas, alguna de ellas ciertamente mítica, como la de su primer éxito literario, aquel que le permitió dedicarse por entero a la literatura: Extraños en un tren, de 1950. Como bien se sabe, la versión para la gran pantalla fue dirigida por Alfred Hitchcock y adaptada por Raymond Chandler, otro eminente creador alcohólico.

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