Es normal que en un momento dado, los libros que sin pedir nada a cambio te acompañaron durante buena parte de tu biografía, ocupen más volumen del que puedes concederles y decidas al fin abrir la compuerta que contiene ese raudal de letra impresa. En otras ocasiones, una herencia o legado te convierte en albacea involuntario de decenas de tomos huérfanos, que vuelven sus lomos hacia ti inquiriendo con angustia sobre el futuro que les aguarda. En un momento en el que el concepto de libro como “objeto” está cambiando y los soportes digitales toman posiciones, es habitual que ante la perspectiva de mudanzas futuras, el que fuera coleccionista de sus propias lecturas (al fin y al cabo una biblioteca es el código de barras de un lector) se plantee la necesidad de soltar lastre y abandonar en dique seco aquellos títulos que antaño repletaron orgullosos las mejores estanterías de la casa y que hoy, caducos y desfasados, ocupan el emplazamiento que reclama un moderno monitor de treinta y dos pulgadas. ¿Qué hacer entonces? La salida más inmediata es la del contenedor de papel reciclado; pero son legión los que se muestran reticentes a consumar el sacrilegio, condenando a papel de estraza lo que venía siendo soporte del saber enciclopédico. Sin embargo, con el corazón en la mano, bien parece que no hay retiro digno para los tomazos de referencia temática y los manuales escolares, devorados y digeridos hasta el quimo por la Górgona de internet y sus infinitas fuentes de información. Especial asombro nos merecen los magos de la reutilización, los manitas que son capaces de construir un armario ropero con una edición completa de la Espasa. Si se opta por las donaciones, la mayoría de las bibliotecas públicas rechazan las cesiones desinteresadas porque se declaran incapaces de gestionar tal volumen de documentos. Si acaso, se admiten colecciones de valor histórico, artístico o bibliográfico, primeras ediciones o ejemplares raros por su número, temática o contenido. Los libreros de viejo adquieren al peso bibliotecas enteras con la esperanza de encontrar algún tomo que justifique la recogida y traslado al almacén. En ocasiones se puede identificar alguna joyita, un libro firmado por el autor o una edición ilustrada que llama la atención de bibliófiilos irredentos como los que acostumbramos a encontrar, lentes en ristre, escudriñando las novedades que se les ofrecen en la matritense Cuesta de Moyano, entre el ministro zamorano y Don Pío Baroja.

Nosotros que como institución educativa tenemos el deber de alimentar una biblioteca a la antigua usanza, aceptamos material en buenas condiciones que posea cierto interés didáctico y literario, especialmente colecciones de libros e lectura, clásicos y modernos, para atender la demanda de usuarios que aun reclaman el formato en papel, un maravilloso diseño inalterado durante casi dos milenios y probablemente el más longevo de la humanidad.

La última aportación nos ha servido para dotar de un fondo bibliográfico a la Residencia de Estudiantes. Los estantes que acogen a cuatro centenares de inquilinos resuelven los inconvenientes del cierre provisional de la biblioteca durante las tardes y ofrecen una alternativa al ocio de nuestros residentes en esos momentos en los que la televisión y sus múltiples canales son incapaces de satisfacer los gustos de tan heteróclito personal.