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Las emergente generación de escritores en español está perfilando el estilo literario de estos primeros años de siglo. Demostrar oficio y pericia no es fácil ahora que internet le brinda a cualquiera la oportunidad de difundir su producción. Pero precisamente esa sobreabundancia de palabra escrita es el principal inconveniente con el que se enfrenta el lector curioso. En principio, todo el mundo escribe para ser leído. Incluso los que redactan un diario personal se dirigen a sí mismos o a su círculo más próximo un mensaje inspirado por el momento, quién sabe si con intención de alimentar la nostalgia o para preservar esos recortes de intimidad que la omnipresente cámara del teléfono celular no puede recoger. Sea como fuere, desde el grafitero enamorado que busca un centímetro cuadrado vulnerable a los pies del falso balcón de Julieta allá, en Verona, hasta torpes escribidores como nosotros que se sobreponen a su mediocridad, todos, absolutamente todos albergamos la esperanza de posarnos en las aguas mansas del lector inadvertido y remover el lodo joven del fondo, enturbiar el lecho, dejar huella de nuestro paso por recónditos universos interiores, marcar  la memoria de alguien, aunque sea levemente… De esta forma, junto a pastiches de difícil calificación, surgen obras que son destellos del talento, generosas aportaciones creativas que nos hacen pensar que no todo está inventado. La gran producción con vocación literaria está marcando una etapa en la que los protagonistas son las obras, no los autores; éstos surgen por doquier, escriben algo interesante y luego se agotan o desaparecen, sin apenas tiempo para que sus nombres empapen reseñas y críticas. Como fósforos cansados de arder cuando sus cabezas apenas han empezado a chisporrotear. O fósforos mojados, como los de esta joven escritora, localizada por azar en la red…

Fue una época mala. Tenían poco trabajo cuando les llegó la enfermedad de mi hermana Leticia. Y para colmo de males Dora, con ese problemita de nacimiento en la piel. Este es un pueblo que queda de camino a Tigre, la gente hace una parada obligatoria porque en todos los mapas que les dan a los extranjeros figura como “lugar de interés”, pero la verdad es que no teníamos nada de interesante hasta que la nena, ahí estirada como un chicle por el sol en la vidriera, empezó a generar un ingreso superior a los suvenir de Gardel que vendíamos en todas las épocas turísticas. Horacio y Leticia se dieron cuenta de casualidad. No es que lo planearan, se dio solo. La mandaron a acomodar los adornitos y chirimbolos y pasó uno justo cuando a Dora el cuero se le empezaba a ablandar. Dorita es como de plastilina, la piel se le estira y ablanda con el calor. Una belleza.

Mariana Komiseroff. Fósforos mojados (2014).

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