Sobre Diógenes de Sínope conocemos unas cuántas anécdotas recopiladas después de su muerte y de las que no tenemos más certeza que la que nos pueda merecer otro tocayo, el historiador Diógenes Laercio, que vivió casi seiscientos años después del primero. De su obra Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres —expurgado de nuestra biblioteca pero salvado de la trituradora de papel—, rescatamos esas anécdotas tan audaces que se han reproducido apócrifamente hasta la extenuación en todos los manuales al uso:  las excentricidades de un hombre andrajoso, el (supuesto) encuentro con el jovencísimo Alejandro antes de ser Magno, su exhibicionismo provocador, la tinaja que le servía de cobijo… Recuperarle a estas alturas no alberga otra intención que la de preguntarnos si el cinismo tiene sentido en el mundo de hoy. «No hay en los cínicos la menor huella de la melancolía que envuelve a los demás existencialismos». El profesor alemán Peter Sloterdijk (Crítica de la razón cínica, 2003) añade: «Su arma no es tanto el análisis como las carcajadas». No es de extrañar pues que la aparente ligereza del cinismo clásico encaje perfectamente en el esquema superficial de «el club de la comedia», aunque la frivolidad de esta filosofía es únicamente aparente. De hecho, los cínicos del siglo IV a. C. se caracterizaron por un heroico y desafiante atrevimiento social y un compromiso ético firme (Fuentes González, 2002) que nada tiene que ver con el «cinismo» (del griego κύων kyon: «perro») del «que actúa con falsedad o desvergüenza descaradas» (RAE). El cinismo moderno es anti-irracionalista y desencantado, puramente negativo. Sin embargo el clásico que viene de Antístenes, discípulo directo de Sócrates, fue tremendamente fecundo, y Diógenes uno de los más grandes filósofos de su época: todo aquel que se familiariza con su figura y su pensamiento queda atrapado por su genialidad. Los avatares de una escuela más sólida que disfrutó de mayor aprecio intelectual concedieron a Platón, contemporáneo suyo, y a su idealismo cavernario una mayor relevancia histórica. A esto contribuyó, y no poco, el desprecio que mostraron algunos pensadores «serios» como el amigo Hegel por las filosofías que carecían de un corpus convencional de doctrina y que eran conocidas básicamente por noticias de tipo biográfico. En adelante fueron pocos los que prestaron una atención seria a los cínicos. Diógenes también fue autor de obra escrita, tanto de pensamientos como de tragedias. Sin embargo este sustento se ha perdido. El principal referente lo encontramos en las notas del citado Diógenes Laercio, historiador del siglo III de nuestra era. Se le considera un gran doxógrafo, esto es, un autor que sin una filosofía original recoge por escrito y con bastante falta de rigor la biografía, vicisitudes, anécdotas, opiniones y teorías de otros, a los que considera ilustres. Es famoso por los diez tomos de su Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres, que se conservan prácticamente completos. Las Vidas… son un documento inestimable acerca de la filosofía de la época clásica que contiene biografías, doctrinas sumarias y fragmentos de la filosofía griega. A todos los interesados les recomendamos el divertido trabajo, pero no por ello menos documentado, de Carlos García Gual, La secta del perro (2014) que acompaña una traducción del Libro VI de Las vidas. A dicha versión pertenece el siguiente, ultraconocido, fragmento.

Prost Neujahr!

Al llamarle Platón «perro», le dijo: «Sí, pues yo regreso una y otra vez a quienes me vendieron». Saliendo de los baños públicos a uno que le preguntó si se bañaban muchas personas le dijo que no. Pero a otro, sobre si había mucha gente allí, le dijo que sí. Platón dio su definición de que «el hombre es un animal bípedo implume» y obtuvo aplausos. Él desplumó un gallo y lo introdujo en la escuela y dijo: «Aquí está el hombre de Platón». Desde entonces a esa definición se agregó «y de uñas planas». A uno que le preguntó a qué hora se debe comer, respondió; «Si eres rico, cuando quieras; si eres pobre, cuando puedas»